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Opiáceos: los peligros de una sociedad drogada y anestesiada

Con la pandemia ha crecido el consumo de fármacos y drogas. Occidente está medicado y Thomas Hager nos previene sobre lo que queda por venir
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Con el cierre de muchos negocios y los horarios reducidos, miles de personas se han quedado sin empleo o sufren un ERTE. Aunque otros han podido hacer la transición al teletrabajo, los confinamientos, las cuarentenas autoimpuestas, las restricciones y las recomendaciones de distanciamiento social suponen que miles de ciudadanos, tengan trabajo o no, estén encerrados en sus casas sin actividad y desmotivados. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito alerta de que, si bien la población ha tenido complicado el acceso a las drogas ilegales, no ha sido igual con las legales. Por ello, se ha producido un aumento considerable en la ingesta de antidepresivos, ansiolíticos, neurolépticos, analgésicos e incluso antibióticos.
Pero, en especial, y por encima de todos los estimulantes, ha aumentado de forma alarmante –hasta un 85% durante el estado de alarma– el consumo de la sustancia permitida más silenciosa y letal: el alcohol. Más aún: la combinación de licores de alta graduación con benzodiacepinas fue el cóctel estrella de la pandemia. No obstante, las artimañas de los «camellos» para aquellos que se siguen arriesgando ante la sequía de heroína, cocaína o marihuana, son de lo más ingeniosas, y los traficantes callejeros han llegado a disfrazarse de personal médico para evitar ser detectados por la policía y seguir vendiendo estupefacientes a su clientela habitual.
Sean legales o ilegales, somos una sociedad que consume. Como decía Roberto Saviano en «CeroCeroCero»: hay más droga en las ciudades de la que imaginamos. Se utiliza para socializar, en los centros de trabajo, en la intimidad de los hogares, como apoyo celebrativo o báculo contra la depresión... Incluso, como él decía, hay toda una narrativa de la droga y «escribir sobre ello es como consumirla. Cada vez quieres más noticias, más información, y si las que encuentras son suculentas, ya no puedes prescindir de ellas...». Este es el núcleo central de «Diez drogas», el libro de Thomas Hager que narra nuestra extraña y vital dependencia desde «el año 10.000 a.C. hasta hace una semana».
Opio y morfina
Pero si hay una sustancia estrella, descubierta en tiempos prehistóricos, que hemos «secado, ingerido o inhalado» es el opio. A fines del siglo XIX, sus versiones refinadas (morfina y, más tarde, heroína) produjeron una epidemia de adicción, el comienzo de la desaprobación moral y los esfuerzos gubernamentales tan agresivos como ineficaces para reprimir su abusivo consumo. Los opiáceos sintéticos actuales, drogas mucho más potentes que cualquier otra anterior, están inundando las calles de Estados Unidos, por poner un alarmante ejemplo. Los nuevos usuarios comienzan a diario, mientras que los antiguos caen de forma más profunda en ciclos de desesperación. Hasta tal punto que las cifras resultan alarmantes. Según Hager, los opiáceos actuales «matan a más estadounidenses que los accidentes automovilísticos y los homicidios con armas de fuego juntos».
En un mundo occidental estresado, decepcionado, frustrado, sin valores, con falta de horizontes, con ansiedad permanente para mantener lo poco que tiene y desear lo que nunca se conseguirá, es «humanamente comprensible» abrazar sustancias que logren evadir al individuo de la realidad o consigan paliar las consecuencias de una vida insatisfactoria. Si el rico consume drogas es para soportarse a sí mismo, conseguir relaciones sexuales más placenteras y añadir una cuota de riesgo a su vacua existencia. El pobre de manual se apoya en las mismas sustancias para olvidar su trabajo precario, trascender los muros de su infravivienda y superar los desastres emocionales de una familia posiblemente desestructurada.
Sea como fuere, lo cierto es que cada vez consumimos más. Ya sea vino, cerveza, ginebra o whisky, porque es una sustancia socialmente aprobada. Y, si se trata de ansiolíticos, ya sean antidepresivos o antipsicóticos, porque las recetas son fáciles de conseguir tanto en los centros de salud como en el mercado negro. En cuanto a los estupefacientes, podemos conseguirlos sin demasiada dificultad en la esquina de enfrente de nuestro propio domicilio. Somos una sociedad adormecida, anestesiada y maleable hasta el punto de ser un rebaño manejable en manos del poder... Pero ahí no queda todo. Hager, además y con acierto, describe un futuro apocalíptico por culpa de los fármacos digitales.
Drogas con un sensor diminuto que, tras su ingesta, cuando nuestro estómago lanza señales, son captadas por un dispositivo informático que envía a nuestra sangre la cantidad previamente programada como una evolución inteligente de la pastilla «retard». A lo largo de la Historia, nuestro dominio de las nuevas moléculas nos dio una sensación de omnipotencia hasta que nos dimos cuenta del poco control que teníamos sobre ellas. Como bien resume Hager: «Ninguna droga es buena. Ninguna droga es mala. Cada droga es ambas cosas».

Adicción, esa tragedia griega

El Thomas de Quincey que estaba endeudado y arrastraba la adicción que le había llevado a escribir las «Confesiones de un inglés comedor de opio» hubiera asentido a muchas de las líneas de Thomas Hager. Este profesor de la Universidad de Oregón ha seleccionado diez sustancias para un libro que regala sorpresas, información fehaciente y actualidad. En un mundo que solo habla de vacunas y medicamentos, de farmacias y laboratorios desde hace un año, y en un ambiente editorial saturado de trabajos acerca del coronavirus, desde lo médico, social y hasta filosófico, es de agradecer un texto como este de Hager, realmente iluminador y ameno. En él nos explica muy bien el origen del citado opio, una «planta milagrosa» que los humanos descubrieron hace más de diez mil años y que les sirvió como medicina, hasta convertirse con el tiempo en un ingrediente adormecedor que podía tomarse por vía oral, nasal o rectal, y fumado, bebido o ingerido como sólido.
Pero la frontera entre lo medicinal y la drogadicción es muy fina, pues también funcionaba para alcanzar la felicidad, «una puerta de entrada al placer». El autor incluso usa una palabra que se relacionaba con ello, «euforia». Y por algo se llama así la extraordinaria serie de Sam Levinson que se emite en HBO. Ya los griegos antiguos supieron que tal estado eufórico tenía el reverso del peligro. Hager nos lleva con mano maestra por esta y nueve drogas más. El aliciente será conocer multitud de asuntos históricos en relación a estas sustancias a partir de episodios reales que nos llegan como una estupenda narración, surgiendo en ellos Bayer, la heroína, los antihistamínicos o la píldora anticonceptiva. Y todo poniendo el acento en el hecho de que aún dura «la búsqueda del santo grial contra el dolor: un fármaco que tenga todo el poder de los opiáceos pero que no cree adicción».
Toni Montesinos