Sección patrocinada por sección patrocinada

Arte

Banksy, del fuego purificador a otra forma de hacer negocio

Una empresa secreta con sede en Brooklyn cuadruplica el valor de una obra del conocido artista que previamente había adquirido para quemarla

Un grupo de hombres ataviados con máscaras queman en directo la obra "Morons (White)" de Banksy
Un grupo de hombres ataviados con máscaras queman en directo la obra "Morons (White)" de BanksyArchivoArchivo

La relación entre una obra de arte y su precio de mercado está regida por el principio de máxima incertidumbre. No existen parámetros objetivos para fijar cuál es el precio del arte. Cualquier cosa puede suceder: un estado de ánimo, un aumento brusco de la demanda, un cambio inesperado de tendencia, una burbuja… pueden elevar la cotización de un trabajo a niveles irracionales, completamente inexplicables. Siempre ha sido así y siempre sucederá. Pero lo que viene sucediendo en el mercado del arte de unos meses a esta parte, está desconcertando, incluso, a aquellos acostumbrados a todo tipo de comportamientos anómalos del sector artístico. El auge meteórico del arte digital ha destrozado cualquier atisbo de certeza que todavía pudiera sobrevivir. Y para muestra, un botón.

La pasada semana, un grupo de hombres enmascarados prendió fuego a una serigrafía de Banksy titulada “Morons (White)”, en una ubicación secreta de Brooklyn. La destrucción de la obra fue retransmitida vía streaming a través de la cuenta de Twitter @BurntBanksy. Los individuos participantes en esta acción trabajaban para una empresa llamada Injective Protocol que poco antes había adquirido la pieza por 95.000 dólares. Lo más sorprendente de todo este proceso no fue la combustión de una obra valorada en casi 100.000 dólares, sino que, días después, un facsímil digital de ella fuera vendido por esta misma empresa por 382.000 dólares. Recapitulemos: se adquiere un Banksy, se destruye, se sustituye por una imagen digital de la obra antes de ser quemada, y se vende por un precio casi cuatro veces superior. ¿Cómo se puede explicar esto? ¿Qué hace que valga más la imagen digital intangible de una pieza destruida que la propia pieza física? Y, además, ¿cómo pueden existir coleccionistas dispuestos a comprar la imagen de una obra que, si la buscas por Google, la encontrarás en forma de decenas de reproducciones?

Es evidente que las prioridades están cambiando: antes se pagaban millonadas por el arte que podías tocar, sostener entre tus manos, colocar en un lugar preferente de tu casa. Ahora, los precios desorbitados se pagan por aquello que no existe. Lo que sucede es que, en el caso de “Morons (White)”, nos encontramos ante el primer caso de la historia en que un objeto artístico que existe materialmente es destruido para sustituirlo por su imagen digital. Aunque -claro está- la locura tiene su truco. Como los propios artífices de la quema del Banksy afirmaron, la destrucción fue concebida como una obra de arte en sí misma (algo nada nuevo en el arte contemporáneo). De manera que quien adquirió el facsímil digital no solo estaba comprando una reproducción, sino algo más: la experiencia, el acto de destrucción. El facsímil digital constituye no solo una obra en sí misma, sino, igualmente, el lugar de una ausencia. El comprador está pagando tanto por un trabajo digital como por una realidad pérdida. Es consciente de que eso que ha adquirido es una suerte de monumento fúnebre, la imagen de un muerto. ¿Se ha vuelto loco el mercado del arte? ¿Estallará la burbuja de lo digital en breve? Los próximos meses se presentan apasionantes.