Cómo la verdad se convirtió en posverdad
El autor reflexiona sobre cómo los relatos se han multiplicado y ya no existe una sola verdad, sino muchas, una tendencia que lleva al desentendimiento
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El libro de Thomas Rid «Desinformación y guerra política. Historia de un siglo de falsificaciones y engaños» explicita en su título su razón de ser: no es un ensayo al uso, no propone una arquitectura teórica desde la que abordar el hecho en sí de la información, sino un relato perfectamente trabado de las tácticas empleadas por poderes, organizaciones y colectivos para confundir a la opinión pública y generar una interesada situación de caos. Concierne a los lectores y analistas extraer conclusiones a partir de la casuística desplegada. E interesa hacerlo con urgencia. Entre otras razones, porque la tupida red conformada por las actuales estrategias de desinformación resulta tan envolvente, de una apariencia tan absoluta, que poco margen queda ya para el distanciamiento reflexivo. Entre los pocos apuntes teóricos que deja esta monumental narración de Rid hay uno que resulta especialmente esclarecedor: el autor diferencia entre dos tipos de verdad –la basada en el análisis objetivo de la realidad y la que surge de la creencia–. Y, ciertamente, conforme los dispositivos de desinformación se han ido perfeccionando, la conclusión a la que se puede llegar es que la segunda ha terminado por arrasar a la primera.
La desinformación no deja de ser otra forma de entender el concepto de verdad: ésta ya no constituye una realidad preestablecida que aguarda a ser descubierta mediante el análisis y la inteligencia. A la verdad ya no se va –en un sentido platónico del término– a través de un itinerario de perfeccionamiento personal; por el contrario, es algo que llega a ti, que posee vida propia y va «colonizando» voluntades. Verdad es lo que se hace creer, y «hacer creer» implica un proceso de mediación en el que caben todo tipo de manipulaciones. Creer en algo es, en cualquiera de sus formulaciones, aceptar un corpus adulterado. No quedan verdades «sanas», al margen de los intereses políticos o económicos.
Si utilizamos un sistema de pensamiento clásico, solo podemos afirmar que cualquier verdad constituye un fraude –es, en rigor, un acto de desinformación. Las realidades objetivas han desaparecido; solo quedan creencias. Pero, y he aquí un importante matiz, ya no se puede emplear un sistema de pensamiento clásico. La desinformación –tal y como Thomas Rid la entiende– supone asumir que existe una verdad incontrovertible que sirve de referente y una versión de ella deformada que pretende manipular a la opinión pública. En cierta medida, eso es lo que se entiende por «posverdad»: una realidad distorsionada. Pero la verdad ha dejado de tener un referente que actúe como plano de certidumbre: su condición actual es la de una «realidad flotante», sin raíz, plegada sobre sí misma.
Cualquier verdad es cierta y falsa a la vez. Esa es la gran tragedia de nuestra época. Máxime, cuando con el triunfo de internet y de las redes sociales, los «fabricantes» de información ya no son grandes estructuras de poder que buscan confundir a los indefensos ciudadanos. La emisión de información se ha deslocalizado y viralizado; las verdades se construyen colectivamente y sin necesidad de ocultarse. Ahí está para confirmar este extremo el negacionismo surgido a propósito de la pandemia que sufrimos. Pero, ¿dónde está el origen? Es múltiple, no se puede rastrear ni tampoco remitir a un centro.
Torna dramática
La construcción de «verdades» se ha vuelto rizomática y ya no se puede achacar exclusivamente a una inteligencia militar o a una nación. Además, cuando esta producción de información/desinformación es colectiva, la diferencia entre el que engaña y el engañado se torna dramáticamente difusa. Al fin y al cabo, es la sociedad –o, al menos, una parte de ella– la que elige sus propias creencias, sin que exista una fuerza externa todopoderosa que la fuerce a aceptar determinadas convicciones.
Pero no acaba aquí: el negacionismo se constata como un catálogo de creencias irreductibles y que, por tanto, no se puede desarmar mediante su contraste con otro repertorio de creencias. ¿Están dispuestos los negacionistas a dialogar sobre sus conviviones? No: en esta sociedad de las creencias, las verdades de cada uno no están en tela de juicio ni se discuten. Son lo que son y constituyen un absoluto en sí mismas. Quizá, la conclusión a la que conduce la lectura de esta obra es que la mentira es la forma más perfeccionada de la verdad.
Pedro ALBERTO CRUZ