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La estampa marina a falta de grises de Benjamin Britten

La ópera del compositor y director de orquesta británico, “Peter Grimes”, aterriza como la nueva apuesta del Teatro Real en coproducción con la Royal Ópera House de Londres, la Ópera Nacional de París y el Teatro de la Ópera de Roma
JAVIER DEL REALJAVIER DEL REAL
La Razón
  • Arturo Reverter

    Arturo Reverter

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El Teatro Real recibió por primera vez esta ópera en 1997, a poco de reabrirse como sala lírica, en un ejemplar montaje de Willy Decker. Hay que aplaudir una nueva presencia en nuestros escenarios de esta gran obra maestra, escrita en un estilo, por decirlo así, antiwagneriano, que aparece constituida por números aislados, independientes, con especial atención al manejo de la voz. Obra coral, de recia tradición inglesa, con un admirable retrato de personajes. La rica orquesta subraya puntualmente el desarrollo de la acción y pone en ambiente al auditor, crea atmósfera. La naturaleza, protagonizada por un mar ora amenazador, ora tranquilo y bienhechor, está presente de principio a fin y brilla en todo su esplendor en los seis famosos «Interludios».
Lo más señalado de la representación de ayer fue la prestación del foso, en donde Ivor Bolton, especialista en este repertorio, se mueve como pez en el agua (nunca mejor dicho). Los «Interludios marinos» han tenido elocuencia, han estado bien planificados y acentuados, con la respuesta de una orquesta (algo más de 70 instrumentistas bien separados entre sí), rica en timbres, brillante en los «tutti», con solistas de talla y un fraseo que el director ha sabido ahormar. En todo momento la rectoría -sin batuta, como es habitual- ha controlado y ha respirado con las voces estableciendo compás a compás los matices y los reveladores claroscuros. Buen manejo asimismo de las cambiantes dinámicas.
Todo ello ha dado como consecuencia una notable noche de ópera en la que los inspirados y eclécticos pentagramas (resonancias puccinianas, stravinskianas, mahlerianas), en los que hay mucho de original, han tenido también una respuesta vocal más que digna. Allan Clayton ha mostrado sensibilidad, cuidado en el matiz haciendo crecer una voz de por sí no especialmente relevante. Es un tenor lírico, a falta de un mayor mordiente y de un mayor desahogo en la zona superior. Pero ha cumplido con creces. Lo mismo que Maria Begnston, una Ellen Orford emotiva, sensible, refinada. Su voz de soprano lírica tiene un aceptable vibrato, aunque no es potente y flaquea en la zona grave. Estupendo el Balstrode de Christopher Purves, expresivo, severo, que suple con buen arte y dicción soberana, una cierta falta de brillo y un peligroso engolamiento.
El resto del reparto, incluido el temblón y apuradillo Bob Boles de John Graham-Hall y el opaco Swallow de Clive Bayley, funcionó a satisfacción. Mención especial para las dos jóvenes «sobrinas»: Rocío Pérez y Natalia Labourdette, saladas y en su sitio, también como actrices. Algo esto último que hay que poner, claro es, en el haber de la directora de escena, Deborah Warner, a la que ya se aplaudió, y mucho, en su «Billy Budd» del propio Britten hace tres temporadas. Ha movido muy bien a los vecinos de Grimes, con orden –a veces excesivo-, con intención y con excelentes resultados dramáticos.
Hemos echado en falta, en una puesta en escena que sitúa la obra en nuestra época, un mayor reflejo de la sordidez, de la grisura, de la desolación del paisaje y de las almas. Todo es muy colorista. Pero hay momento logrados. El Prólogo, por ejemplo, con un juicio simbólico, ofreció una magnífica plástica y una ágil disposición. Cada escena tiene su tempo y cada personaje su pauta, aunque no se pierde la noción de que, después de todo, estamos ante una obra coral. Mal resuelta la incidencia de la segunda escena del segundo acto, en el que se emplea el decorado de fondo de la escena primera del acto inicial. No se hace comprensible la muerte del segundo aprendiz. No es tampoco muy convincente la partida de Grimes hacia su fin. Bien está que el mar, un fondo luminoso e irisado, aparezca ante nosotros en varios de los cuadros. Y estupendamente realizada la escena de la taberna El Jabalí, con todas las estrecheces y la ominosa acusación contra el desgraciado y falto de amor, el aherrojado e inadaptado Peter. Con todo, una representación disfrutable y muy aplaudida bien que sin llegar a las excelencias de Billy Budd.