“Humor”: desconfíen de los políticos que no se ríen.
Terry Eagleton reflexiona en “Humor” sobre su papel transgresor en la sociedad. Un valioso volumen del que se pueden extraer ideas como que el síntoma de que una ideología se está radicalizando es que no deja espacio para lo cómico
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El nuevo ensayo del crítico literario británico Terry Eagleton toca múltiples veces la tecla de la sensibilidad actual. ¿Por qué? ¿Somos una sociedad entregada al humor o, por el contrario, sumamos a las numerosas crisis que padecemos una alarmante carencia de él? Baudelaire y Bergson plantearon teorías sobre el humor que venían a converger en una conclusión: la risa es el síntoma de una sociedad inteligente y evolucionada capaz de pensarse a sí misma. Si partimos de este diagnóstico y, a continuación, lanzamos una mirada a nuestro alrededor, la interrogante antes formulada se contesta por el peso aplastante de la evidencia: nuestra sociedad valora cada vez menos la inteligencia y, en consecuencia, ve como disminuye aceleradamente su capital humorístico.
No son estos buenos tiempos para el humor. En esta época que nos ha tocado vivir, coinciden dos factores que bloquean la distensión de lo cómico: de un lado, la prolongada pandemia que sufrimos y que ha llevado a una asfixiante moralización de la esfera pública; de otro, el creciente fanatismo que apelmaza el potencial expresivo de la sociedad. Con uno solo de estos condicionantes, ya bastaría para hacer de la nuestra una sociedad poco dada a lo cómico. Pero cuando encima son los dos los que se sincronizan para cubrirnos con su manto de rigor, el rictus de seriedad que cruza el espacio social describe a la perfección la astringencia emocional que padecemos.
Creciente fanatismo
La risa –como afirma Terry Eagleton– es una “materialidad bruta que excede el sentido”. Dicho de otro modo: el humor es un exceso. Y el mecanismo a través del cual reaccionamos a él –una risa que puede llegar a resultar estrepitosa– implica una pérdida de control del propio cuerpo. El desastre sanitario causado por la Covid-19 ha obligado al individuo a redefinir drásticamente, y de un día para otro, su comportamiento corporal: lo que antes era un automatismo ahora se considera un exceso. La pandemia ha convertido cada uno de nuestros actos en una experiencia decisiva. No hay lugar para la relajación –un mensaje que reiteran las autoridades–. El más mínimo detalle se ha vuelto peligroso. En lo que otrora resultaba anodino, ahora nos jugamos la vida.
Y en esta desaparición de lo “anodino” se encuentra la clave del deterioro del sentido del humor. “Anodynos” –término griego– significa literalmente “sin dolor”. Es en estos momentos liberados de la gravedad de lo productivo donde la moral se relaja y el humor encuentra un ecosistema propicio para florecer. Lo anodino es esa grieta en el sistema de control por la que la risa asoma y provoca el escándalo. Pero, ahora mismo, todo es gravedad y no hay región de la realidad que quede fuera del escrupuloso control ejercido por nuestra conciencia. El “ahora” no es patria para el humor.
Y luego están los fanáticos –que cada vez son más–. Eagleton comenta cómo “para el conde de Shaftesbury, poner en práctica el espíritu cómico consiste en estar relajado y ser natural, flexible y tolerante, en vez de rígido y fanático”. Es fácil derivar de esta apreciación que los extremistas no tienen sentido del humor. El síntoma de que una ideología se está radicalizando es que no deja espacio para lo cómico. Aquellos que nunca ríen viven alejados de la democracia –o lo que es peor: no creen en ella–. De hecho, su desprecio de la risa busca diferenciarles del resto de la ciudadanía. Eagleton se muestra especialmente lúcido cuando asevera que “la risa tiene un elemento democrático que la vuelve peligrosa, ya que, a diferencia de actividades como tocar la tuba o la neurocirugía, está al alcance de cualquiera. La risa no exige tener ninguna capacidad especial, ni pertenecer a un linaje privilegiado ni haber desarrollado escrupulosamente ciertas habilidades”.
Reír delimita el espacio de lo común; es una experiencia que iguala. Y quienes vacían de humor su conducta no persiguen otra cosa que establecer una distancia jerárquica con el vulgo. Quien no ríe no puede relacionarse con el otro: le falta ese mínimo de empatía que le capacita para apreciar la alteridad. No es casual la proliferación de políticos que, más allá de la sonrisa impostada, jamás ríen. Y en la falta de humor se halla el germen del fanatismo y, en última instancia, de los totalitarismos. Quien discrimina, excluye, se regocija con el dolor de los otros o manda matar nunca ha reído sincera e intensamente. Aquellos que no son capaces de relajar esporádicamente su estructura de pensamiento y reconocer el lado cómico y esperpéntico de la realidad nunca serán buenos líderes. Donde no existe humor, no hay honestidad.