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Charlie Watts: el hecho biológico contra sus Satánicas Majestades

Charlie fue básico para el sonido “stones”, porque otorgaba ese característico sonido a lata y su aroma callejero. Quisimos creer que los dioses eran inmortales y que también lo eran sus Satánicas Majestades.
ANDY RAINEFE

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Cuando, en los años setenta, los últimos franquistas tenían que hacer planes para después de la muerte de Franco, se referían eufemísticamente al óbito como “el hecho biológico”. Se trataba de un giro lingüístico cuyo origen no se identificaba bien si supersticioso o respetuoso. Algo parecido va a suceder para mi generación con la muerte de Charlie Watts, ya que nos hallamos ante el primer “stone” que fallece dentro de la ratio previsible de edad y no prematuramente por las habituales causas relacionadas con el insalubre modo de vida del rock’n’roll. Siendo todo lo terribles que son las muertes prematuras, me temo que, para los nacidos en los sesenta, será mucho peor este gong coetáneo que ha hecho sonar desde el asiento de su batería el viejo de Charlie. Al fin y al cabo, todas las muertes son para el humano prefiguración de la propia muerte y, del mismo modo que los humanos creímos que los dioses eran inmortales, por simétrica inversión también quisimos creer eternas a sus satánicas majestades.
Charlie fue básico para el sonido Stone. Su manera de sacarle un sobreagudo al golpe de caja lo hacía muy identificable y particular (también muy imitable), otorgando a las canciones de los Stones ese característico sonido a lata que nos recordaba la chatarra abandonada de las ciudades y daba a sus discos el aroma callejero que realza siempre los contenidos del mejor rock. Charlie hizo esa tarea en “Satisfaction”, “Jumpin’ Jack Flash” o “Honky Tonk Women”, pero donde alcanza lo momentos más reconocibles con ese pícolo de aro de caja es en las inolvidables “Start me up” o “Little T&A”, dos descartes del álbum que ahora será reeditado como “Tatoo you”.
Un hombre que ha puesto sus muñecas al servicio de la plasmación rítmica de esas canciones imprescindibles, ha entrado con su trabajo en nuestros oídos (y nuestro cerebro) una increíble infinidad de veces. Sería imposible hacer el cómputo. ¿En cuántas ocasiones habremos escuchado esos temas una y otra vez para bailar, beber, alegrarnos o entristecernos? Llevados de esa comunión rítmica y emocional, olvidamos que Charlie Watts ya era abuelo hace muchos años y que, de hecho, tenía una de las mejores caras de abuelo que se ha dado en el mundo del rock a lo largo de toda su historia, quizá solo superado por Patti Smith.
Ahora su desaparición, después de unos años de lucha recurrente y oscilante contra el cáncer, hace que los de mi generación empecemos a oír, junto al sonido de sus tambores, el inevitable chirrido de las bisagras de esos grandes portalones que comienzan a cerrarse sobre nosotros. El chirrido podrá prolongarse durante mucho tiempo pero será implacable, imparable, inevitable, hasta el portazo final. Mientras esos portalones giran sobre si mismos de una manera ciclópea, se van abriendo a su lado pequeñas ventanas a otros géneros que ya nunca veremos, pero por ellos se colará, irreprimible, la bronca que armaba con sus tambores el bueno de Charlie. Gracias por hacer tanto ruido