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“Blue Moon”: dame veneno que quiero morir

La directora rumana Alina Grigore se ha alzado con la Concha de Oro a la Mejor Película en la 69.ª Edición del Festival de San Sebastián con una película sobre la emancipación femenina
PATRA SPANOU FILMS
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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“Antes prefiero la muerte que vivir contigo”, cantaban los Salazar en el verso menos conocido, pero el que hacía par de “Dame veneno”, la canción más famosa de Los Chunguitos. Algo parecido expresan las miradas furtivas de la soberbia Ioana Chitu en “Blue Moon”, la película de Alina Grigore que se ha hecho con la Concha de Oro en la 69.ª Edición del Festival de San Sebastián. En una decisión discutida, polemizada y hasta soezmente abucheada desde la zona de prensa del Kursaal donostiarra, el certamen vasco volvió a apostar por una recién llegada —Grigore tiene menos de 40 y hasta ahora solo era actriz— para hacer una declaración de intenciones sobre las ópera primas, el género femenino, los festivales tras la pandemia y todo aquello a lo que le llevamos dando vueltas tanto tiempo. Cosas del arte más vivo del mundo.
Después de ver la película en una de esas sesiones imposibles que programa el Zinemaldia para quienes vivimos de la actualidad, y visto el revuelo que se ha formado en prensa y redes sociales por el premio —en realidad, cuesta recordar un palmarés poco discutido en la última década—, se hacía menester volver a ver la película de Grigore. Ahora sin prisa, ahora sin condicionantes materiales. El resultado de enfrentarse de nuevo a la dura historia, también escrita por la directora, no cambia demasiado el poso atropellado de la primera impresión, pero sí ayuda a entender el subtexto del relato. La experiencia, en la que se habla de violencia sexual y física y se cuestiona la familia como institución educativa, es también un paseo por el subconsciente de la directora, que nos quiere llevar hasta su propia superación de las circunstancias.
En “Blue Moon” (”Crai Nou”, por una canción infantil, en su rumano original) seguimos a Ioana, una joven en edad universitaria, canónicamente fea y maltratada día sí y día también por un familiar odioso que, a poco que uno no viva en una cueva, identificará en la película de Grigore como la propia raíz de lo patriarcal. Harta de su entorno familiar, manifiesta en repetidas ocasiones que quiere irse a Bucarest, a la capital, o a Londres, incluso a España, para comenzar su etapa universitaria. Su frustración, que también es la de una hermana en plena ebullición sexual a la que todo el mundo quiere castrar, simbólica y hasta físicamente, no hará más que aumentar haciéndose cargo del negocio familiar, una especie de hotel y retiro vacacional perdido en la escarpada geografía rumana.
Cuando el costumbrismo de la violencia asumida se empieza a asentar, Grigore nos devuelve a la contextualidad con una escena que, por vista y manoseada, no deja ser impactante. Los límites del consentimiento se desdibujan cuando no hay testigos, ni siquiera los espectadores, y la película avanza hacia la ética para olvidarse de la moralidad. El juego subjetivo que propone la directora, cuya formación interpretativa se deja sentir en la nuca (literal, al poner ahí la cámara) de su protagonista, es el de la inmolación, el de solo saber avanzar de manera lineal y hacía adelante. Chitu se transforma en un animal interpretativo y también una marioneta de la directora, para someterse a un calvario psicológico y contradictorio que acaba en viaje por la autoestima. La película de Grigore, consciente de su pulsión feminista, amarra en corto cualquier discurso y revienta para gloria de sus medidos 84 minutos de metraje.
Cuando cantaban Los Chunguitos, entre manierismos de fe y pena, “Dame veneno” dejaba entrever, literalmente, la historia de una mujer en la que ya nadie podía creer. “Blue Moon”, por antitético que pueda sonar, es un relato primo, ahora sobre la mujer que ha decidido dejar de creer. Se entiende, por aquello de que la separación entre obra y autor es solo un privilegio de quien puede comprar silencios, que Grigore y el personaje que ha escrito no son el mismo, pero sí que piensan parecido. Al final, su protagonista se hace con el “veneno”, y la directora prefiere dejar que imaginemos, con un plano ya histórico, si está dispuesta o no a que los demás también dejen de tener fe en ella.
En el discurso oficial del jurado, se dijo que la Concha de Oro estaba justificada porque “Blue Moon” ahondaba en “el fantasma de la libertad y el lado salvaje de la vida”. Y es cierto, pero aunque la historia de Grigore hable de un mundo y un tiempo que al tejido crítico, privilegiado y envejecido, le quede lejos, la distinción se queda grande. El filme es una ópera prima al alcance muy pocos, quizá pocas, demasiado ensimismado y escapista a veces, hasta tramposo en lo que elige y no elige mostrar. La reflexión a la que invita, quizá también con la “¿Quién lo impide?” de Jonás Trueba, es muy interesante, pero insuficiente para que la posteridad, salvo corrección histórica, nos hable de ella como sí hará con otras obras que se han visto estos días en San Sebastián.

¿Para qué demonios sirve un festival de cine?

Según el relato bíblico, ese que a lo largo de la historia ha encontrado más anunciantes que lectores, lo que cargó Jesucristo en su vía crucis era el travesaño, y no la cruz entera. Algo parecido ocurre con los festivales de cine, en los que los opinólogos suelen quedar sepultados por un torrente de películas que es imposible abarcar desde lo humano. Por eso, cuando una película como «Blue Moon» (Alina Grigore, 2021) gana la Concha de Oro en San Sebastián, nos queda el recuerdo de la cruz, de las críticas sesudas, pero nunca el del tablón horizontal, el de la misma consciencia colectiva en la que se enmarcan las películas. Después de revisar el filme rumano, gracias a su amable equipo de prensa, lo cierto es que el calado de la película —en un festival que todavía se ha celebrado en pandemia— gana muchos matices. No, no se trata de un cambio de parecer repentino y todavía obras como la danesa «As In Heaven» o «El buen patrón» de Fernando León de Aranoa se sienten superiores, si no que la decisión del jurado se vuelve lógica.
Dea Kulumbegashvili, presidenta del jurado y premio el año pasado con su ópera prima, hizo lo más valiente —que no arriesgado— e hizo del palmarés una marca de clase. No hay que irse al análisis material o al marxismo que implica la palabra, si no a la mera separación de estratos que existe en ese cine que nos devuelve la mirada tras la explosión del virus. Más sencillo: hay quienes pueden hacer cine con más facilidad que otros. Levantar una película en Dinamarca, por onírica y sentida que sea, es infinitamente más fácil que hacerlo en Rumanía, con un proyecto sobre los límites de la violación o el círculo infinito de la violencia familiar. ¿Es un pecado sentir más cerca un cine que otro? ¿No habíamos superado el debate de la objetividad en el séptimo arte desde su misma concepción? Por eso, en un mundo en el que el cómo cada vez importa más que el qué, y cuando las grandes citas del cine están dominadas por empresas que cotizan en bolsa, la última pregunta es la más importante: ¿Para qué demonios sirve un festival de cine? Y sirva como personalización, para hablar de esas empresas que llaman «contenido» a las películas y también para personalidades como la de Kulumbegashvili que, a falta de una expresión mejor, se ha vuelto a dar el premio a la Mejor Película «a sí misma».
Si la marca de clase es polémica en sí misma, entrar en la de género da para una guerra a campo abierto. Llorar por encontrar solo un hombre en el palmarés es no tener memoria, pero negar que la revolución está llena de mujeres privilegiadas y pijas no debería ser Vía Dolorosa para nadie. Los demonios, que explican San Sebastián y cualquier otro festival moderno, son tentadores, pero al final solo el tiempo nos hará dar con la Verónica.