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Chesterton, el resurgir del faro de la derecha

Culto, magnífico escritor y polemista como ninguno, el británico hoy sería el amo. Estaría con todo merecimiento en la derecha punk y sacaría de sus casillas a los acomodados en la corrección política
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Chesterton estaría hoy con todo merecimiento en la derecha punk. Es más; sería el amo. Culto, magnífico escritor y polemista como ninguno. Era capaz de sacar de sus casillas a los acomodados en la corrección política. Se dedicaba a despertar conciencias. Quería que las personas recobraran la imaginación, que definía como el puente a la libertad. Hoy lo tendría claro: sin imaginar una vida distinta a la que nos quiere obligar la izquierda pija, woke y centrifugada, no hay inteligencia, que es el camino a la felicidad.
No extraña que sea un autor de culto para dos generaciones de disidentes, de esos liberales y conservadores que trasiegan en la prensa y en la universidad trasteando ideas incómodas. Esto ha supuesto una eclosión editorial digna de estudio. Ya no se trata tanto de su obra de ficción, de los misterios del Padre Brown, o de sus novelas «El Napoleón de Notting Hill» (1905) o «El hombre que fue jueves» (1908), sino de sus ensayos y artículos.
Gilbert Keith Chesterton, nacido en la Inglaterra victoriana allá por 1874, tiene varios atractivos que hacen de sus obras un referente. Fue un hombre que se confesó en construcción. No escribió para defender una ideología contra viento y marea, sino para encontrar su propia filosofía. En sus inicios «coqueteó con sandeces –nos cuenta José Antonio Fúster, fundador en 2007 de la revista “Chesterton”– como el socialismo y el espiritismo».
Esto hizo de él un buen conocedor de lo irracional, de las religiones seculares, como el comunismo, que querían dinamitar las bases de la civilización, la tradición y la experiencia, y en su lugar poner la utopía. Era un polemista, dice Fúster, que buscaba remover conciencias, provocar que los lectores pensaran. Chesterton sostenía que era necesario saber que existe algo más que la corriente principal, el dogma oficial, y que hay una alternativa: ser libre. Pero para eso había que reaccionar con imaginación.
La reacción era la salida del esclavo. Chesterton manejaba el concepto de «esclavitud», que es muy actual. Consideraba que la dictadura perfecta es aquella en la que el esclavo no se pregunta si merece las cadenas, sino «¿Soy lo suficientemente bueno para estas cadenas?». Lo cuenta en su ensayo «La esclavitud de la mente». Chesterton plantea que los hombres de su tiempo ni siquiera se imaginaban que existía lo contrario al mundo impuesto. Las personas, escribió, asumen dogmas y comportamientos para ser aceptados en esa sociedad, y no se plantean nada más.
En la necesidad de ser aceptado por el sistema está la asunción de la «lengua moderna», decía Chesterton, de la «neolengua» de Orwell, de la caterva inclusiva de hoy. La decadencia del pensamiento por la falta de imaginación y de racionalidad, por el triunfo en definitiva de las religiones seculares, se ocultaba con nuevas palabras para deformar la realidad. Ya no se trataba tanto de construir el pasado y el presente, sino de falsearlos.
Si eso era la modernidad y ser «progresista», que no contaran con Chesterton. El periodista inglés, siempre en su Fleet Street, cuando juntar letras era el resultado de horas de lectura y charlas de pub, se confesaba «anticuado». Alguno hoy le llamaría «neorrancio», pero ya saben ustedes que la izquierda necesita dos cosas: firmar manifiestos y poner etiquetas. Maribel Abradelo, cofundadora del Club Chesterton en Madrid, lo dice claramente: «Si recuperar las bases de la cultura europea, si apreciar la belleza del pasado es ser rancio, sí, sería un rancio». Chesterton era un conservador liberal, un «reaccionario» ante un falso progreso, dice Ignacio Saavedra, profesor del CEU y experto en el autor inglés. Es más, añade, Chesterton «presumiría de neorrancio y diría: a mucha honra».
Y es que nuestro autor no tenía unas opiniones que comulgaran con la corrección política, y huía de la autocensura para encajar o ser simpático. Vivió el movimiento sufragista en el Reino Unido, y las feministas violentas le horrorizaban. No hay que olvidar que cometieron varios atentados, algún intento de magnicidio, y que se enfrentaron a la policía.
No era contrario a la igualdad de derechos, sino a la eliminación de la desigualdad de géneros. Pablo Gutiérrez, cofundador del Club Chesterton en Madrid, apunta: «No hubiera comprado la paridad de género de hoy» porque sostenía que el hombre y la mujer tenían su papel en la familia, que junto a la propiedad eran «el imán de la Humanidad». Chesterton planteaba el problema con una de sus famosas paradojas, que se puede leer en «Lo que está mal en el mundo» (2008). El problema era que las mujeres son eficientes en el trabajo y se toman todo en serio. «Su misma eficiencia es la definición de la esclavitud», escribió, porque lo hacen tan bien que el sistema continua.
La familia que defendía Chesterton, nos explica Maribel Abradelo, estaba muy ligada al buen funcionamiento de la sociedad. «La concebía como una máquina –dice la profesora–, como una pequeña nación» en la que el «papel de la mujer es fundamental: la educación y la cohesión de la familia». Esto es mucho más importante, sentenciaba Chesterton, que lo que pueda hacer el hombre.
Tampoco comulgaba con el veganismo, al que consideraba una forma barata de hacer penitencia por el pecado de disfrutar de la comida. Es más, el devorador de chuletas y bebedor de cerveza decía: «Soy un convencido vegetariano entre el desayuno y la comida». Esto desesperaba a su cordial enemigo Bernard Shaw, socialista fabiano, vegetariano, y abonado a la corrección política y al progresismo inevitable. Cuando Shaw abogó por la paz en 1914 y denunció a ambos bandos, Chesterton dijo que siendo la guerra algo repugnante, mucho peor era la esclavitud. La paz no podía sostenerse en el sometimiento al otro, en la sumisión y la indignidad.
El periodismo tenía una misión en el pensamiento de Chesterton: mostrar la realidad. El relativismo moral, se lee en la compilación de sus artículos titulada «Para ser buen periodista» (2021), es el gran lastre del periodismo. Ignacio Saavedra resume que Chesterton aconsejaba que el escritor de lo cotidiano tuviera claro el bien y el mal. ¿Qué hubiera dicho de los periodistas que se dedican a blanquear a ETA porque ya no mata? Convertir el mal en bien por un interés partidista es desvirtuar la profesión periodística y engañar a la gente.
Chesterton usaba la paradoja para hacer pensar al lector, no para burlarse de la sociedad, a diferencia, por ejemplo, de Oscar Wilde. Por esto frases como «la virtud es subversiva desde que los vicios se volvieron respetables» tienen una carga de profundidad. Era un convencido de la batalla cultural porque, indica Fúster, «no le gustaba lo que había a su alrededor». El periodista pensaba que el capitalismo y el comunismo eran dos caras de la misma moneda, y habló de «distributismo», de dignificar el trabajo, permitir la propiedad y fomentar la solidaridad, en consonancia con la doctrina social de la Iglesia. Porque Chesterton se convirtió al catolicismo desde la razón.
No fue un viaje fácil. Venía del protestantismo. «El cristianismo –nos dice Pablo Gutiérrez– fue la llave que le permitió entender el mundo», y eso es bastante. Escribió «Ortodoxia» (1909) después de otros textos, donde defendió que la tradición cristiana era el fundamento de la libertad y de los mejores sentimientos del ser humano. «Sobre la base de semejante dogma podemos a un mismo tiempo compadecer al pastor y desconfiar del monarca», sentenció.
En «Por qué soy católico», uno de sus textos más conocidos tras su conversión en 1922, alega que el hombre necesita algo permanente mientras hace «experimentos sociales o construimos nuestras utopías». En definitiva, el catolicismo era «lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser un producto de la época», de buscar la verdad en la moda.
No se trata de coincidir con Chesterton en todas sus ideas, sino de admirar su forma de escribir y razonar, de polemizar y enfrentarse al paradigma dominante. Es leer su obra «La esfera y la cruz» (1910), como dice Ignacio Saavedra, para comprobar que se puede disentir con elegancia, por ejemplo, de lo que se tiene por razonable y cuerdo en el mundo, en un ensayo que tiene la forma de novela. Porque para Chesterton el loco era aquel que se alejaba de la realidad. Ya lo escribió el francés Pierre Drieu La Rochelle en 1936, año de su muerte: «Salve a Chesterton, ortodoxo, paradójico, doctor sin título oficial, combatiente sin condecoración».