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La cancelación del humor: ¿Y usted de qué se ríe?

Al revisionismo histórico reciente, le llegó la hora al humor. Se critican los chistes de Fernando Esteso o de Gila por lo que decían hace cuarenta años. Un debate absurdo ¡Porque han pasado cuarenta años!
Fernando Esteso

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Noche del 29 de diciembre. Cinco mujeres jóvenes y graciosas, paradigma del humor actual, analizan, vestiditas de domingo, escenas cómicas de hace veinte, treinta y cuarenta años desde la actual perspectiva, revisionista y revanchistamente, señalando lo fatal que está –que ya lo estaba entonces, no lo duden– reírse de algunas cosas. No se libra ni Gila. Un sanedrín, posmoderno y neopuritano, disfrazado de programa transgresor de RTVE emitido por la puerta de atrás, marcando con rotulador rosa fosforito los límites del humor. Indicando de qué nos podemos reír y de qué no. Apuntando que nos reímos mal. Y que debemos hacerlo bien a partir de ahora.
En «El nombre de la rosa» era, precisamente, el temor a lo cómico lo que conducía al caos y a la violencia, al asesinato. El psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi afirmaba que «mantener la seriedad es señal de que la represión funciona bien», qué inquietante. La más antigua de todas las reglas monásticas conocidas prohibía las bromas. Y en esas estamos, parece, tanto tiempo después. La palabra «humor», en origen, hacía referencia a aquel cuyo temperamento diverge de la norma. Pero ahora se pretende someter el humor a la norma y ese otro humor, el que se ciñe a lo moralmente legítimo y señala que nos hace gracia lo que no debería, es el transgresor. Casi parece humor involuntario en sí mismo que se pretenda, en nombre del humor, censurar al propio humor y limitarlo.

Crítica sangrante

El gran Juan Carlos Ortega, imprescindible maestro en esto de la risa, le ha dedicado más de 25 años de su vida. Algo sabe: «En realidad criticar de manera tan sangrante el humor que se hacía hace treinta o cuarenta años, y a aquellos que se reían entonces de esos chistes, desde la perspectiva de hoy y siguiendo las consignas del ahora, es caer en exactamente lo mismo: reírse de lo que toca y se acepta en cada momento. Serían los Martes y Trece del presente, lo paradigmático, desde esa aceptación general, poniendo en cuestión lo que ya ha reparado el propio avance social, y a toda una sociedad que ya no es esta. Se cuestionan pensamientos que dejaron de ser mayoritarios como si eso fuera transgresor, olvidando criticar el presente cuando, precisamente, la utilidad del humor –además de la risa, que ya es mucho– sería poner en cuestión la época actual. No hay utilidad en, por ejemplo, criticar a la Iglesia y a su poder cuando ya ha dejado de ser poderosa. Está más cerca del escarnio que de la justicia».
No imagina Ortega a Gila ridiculizando y satanizando a sus precursores: «Creo que hay una generosidad que tiene que ver también con el talento y que reconozco en Gila, y reconozco en Eugenio, y en tantos otros que son eternos. No les imagino haciendo sangre, siendo crueles, con aquellos que nos han hecho reír antes y con aquello de lo que nos hemos reído. Creo que habrían cogido de ellos la música, eso que tiene el humor y que es perdurable, que no tiene que ver tanto con el momento histórico y con el contexto social, con lo referencial, pero sí con lo que somos y lo que nos conmueve, y lo habrían aprovechado, aprendiendo de ellos. Habrían desechado lo que ya no cumple esa función, lo que ya como sociedad hemos descartado y no demandamos, sin señalarlo como incorrecto. No tiene sentido ni utilidad. Es como afear a nuestros antepasados no haber sabido utilizar un ordenador cuando ni siquiera se habían inventado».
Le cuento a Ortega, qué atrevimiento, el primer chiste del que se tiene constancia, un chascarrillo sumerio: «Lo que nunca ha ocurrido desde tiempos inmemorables es que una mujer joven no se haya tirado una flatulencia sobre las rodillas de su marido». Me propone que critiquemos juntos una comedia de Aristófanes. Imito –mal– a Chiquito criticando Las Tesmoforiantes. Me llama al orden, por mi nombre, el mismísimo Marco Antonio Aguirre. Escupo cerveza y nos reímos, probablemente mal y de lo que no debemos. «El humor sirve para reír –me explica–, dicho así, puede parecer poca cosa, incluso algo superficial y poco edificante. Después de todo, reír parece algo casi animal, un movimiento muscular tontísimo».

La risa animal

En su ensayo «Humor», Terry Eagleton, como Ortega, incide en ese «algo animal» de la risa. «Hay algo alarmantemente animal en esta actividad –señala–, la risa nos recuerda nuestra afinidad con los demás animales, lo cual es irónico, desde luego, ya que ellos no se ríen, o al menos no lo hacen de un modo tan perceptible (…). La risa es algo animal y, a la vez, distintivamente humano: una imitación del ruido de las bestias, pero impropia de las bestias». ¿Cómo poner límites a algo así, tan instintivo?
«Yo antes tenía mil teorías sobre los límites del humor –cuenta Juan Carlos–, le había dado mil vueltas, había elaborado complejos argumentos que defendían dónde se encontraba exactamente el límite y por qué razón. Hasta dónde se podía bromear y con qué era inadmisible. Pero ahora creo que no. Creo que el humorista no se debe censurar y no se le debe tampoco censurar. Es la única manera que tenemos de saber hasta dónde pueden llegar, dónde está su límite, ese que impone su propio sentido común. Y ya elegiré yo luego si me hace reír o no, si quiero consumir ese tipo humor. Pero lo decidiré para mí, no para todos los demás. No creo que haya que marcar un límite moral o legal a algo como qué nos hace gracia y qué no. Es algo tan íntimo, tan personal, tan incontrolable. ¿Cómo vas a determinar dónde está el humor y dónde no, dónde es correcto que se encuentre y dónde no lo es encontrarlo?» «El límite –prosigue– es, en todo caso, la verdad. Uno puede hacer sátira y burla, y todo aquello que se le antoje con la verdad, pero lo que de allí saldrá no es humor. Ese límite es como el de la velocidad de la luz en la ciencia; un límite físico en el que nosotros poco tenemos que hacer. El humor trabaja con lo falso, lo pomposo. Lo verdadero es su límite. Es su velocidad de la luz».
Precisamente al respecto, el escritor William Hazlitt, en su «Sobre el ingenio y el humor», apunta: «A veces (el humor) está escondido en una pregunta maliciosa, en una respuesta aguda, en un razonamiento estrafalario, en una insinuación ladina, en la astucia o la inteligencia con que anulamos o devolvemos una objeción; a veces está emboscado en un discurso planteado de manera audaz e imaginativa, en una ironía ácida, en una hipérbole exuberante, en una metáfora desconcertante, en una conciliación plausible de elementos contradictorios, o en el máspuro sinsentido». Para Ortega hay en él algo de eterno, en eso que, como también dice Hazlit, consiste con frecuencia en «una cosa que no se sabe qué es y que brota sin que se pueda explicar cómo». «Es algo que está en todos esos humoristas que son eternos, como Gila –explica Juan Carlos–, es lo que permite que nos hagan reír hoy como entonces. Es lo que les hace grandes».
Y tan grandes. Algunos siempre preferiremos, por mucho que quieran impedirlo, a ese Gila pidiendo que se ponga el enemigo al aparato o al John Cleese que afirmaba durante las exequias de Graham Chapman que el propio finado le había pedido que fuese la primera persona en decir «fuck» en un funeral británico. O al propio Juan Carlos Ortega, hablándonos de series, haciéndonos llorar de la risa, como hizo con aquella pobre mujer de sus «sketches» que llevaba treinta años sin poder parar de hacerlo.

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