¿De que se reían los romanos y los griegos?
La historiadora Mary Beard publica «La risa en la antigua Roma», donde explica cómo en Roma y Atenas gustaban las bromas soeces y se mofaban de los avariciosos y políticos
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Hace unos años el cómico Jim Bowen hizo un interesante experimento en un club de monólogos británico. Usó para sus bromas los chistes del libro de humor más antiguo que tenemos, el «Philogelos» (es decir, el «amante de la risa»), una compilación griega de época romana tardía. Contrariamente a lo que podríamos pensar, la velada fue un éxito y mostró la vigencia de este único libro heredado de la risa antigua. Esta recopilación de los chistes más hilarantes para los antiguos griegos y romanos, una suerte de manual de humoristas, se transmitió hasta nuestros días a través de la tradición manuscrita bizantina con un grupo de obras similares de literatura menos seria. Fábulas, cuentos, refranes, anécdotas y bromas, que siempre se consideraron de menor importancia en la tradición, resistieron paradójicamente muy bien al paso del tiempo y son perfectamente comprensibles hoy.
Frente a tragedias o ensayos eruditos, a veces oscuros y necesitados de una panoplia de comentarios, es extraordinario lo persistentes que son el humor y el proverbio. Esa literatura de formas sencillas («einfache Formen»), como dicen filólogos y folkloristas, ha perdurado de manera tan asombrosa hasta nuestros días que los chistes, proverbios o fábulas aun conservan iguales patrones y activan los mismos resortes. Los chistes del «Philogelos» seguían haciendo gracia en el siglo XIX, cuando algunos eruditos los resucitaron, y seguirán haciendo reír mañana. Otro tanto ocurre con los refranes, de los que seguimos haciendo el mismo uso que en la antigüedad, pasando por los autores de la Edad Media y, en nuestro caso, recordados por obras tan emblemáticas como «El Quijote». La permanencia por las edades de lo popular es muestra de comunidad cultural.
El Dios de la risa
Viene esto a cuento –nunca mejor dicho– de la reciente publicación en castellano de «La risa en la antigua Roma» (Ariel), de Mary Beard, laureada y conocida entre nosotros por su excelente labor académica y divulgativa en libros y programas de televisión, además de por su estilo inconfundible y su fino humor. El humor, precisamente, es el objeto de esta obra que estudia con detenimiento las diversas facetas de la risa en la cultura grecorromana, desde la literatura a la política, desde la oratoria al teatro y, por supuesto, estudia la colección de chistes mencionada, con sus arquetipos (el sabihondo o el avaro) y su relevancia hasta llegar al mencionado experimento del monologuista.
Pero, ¿por dónde comenzar a hablar del humor? Más allá de la hipocrática teoría de los humores, que da nombre al concepto, deberíamos mirar al Olimpo, y en concreto al dios de la risa, que lo es también del llanto: Dioniso es el patrón del teatro de doble máscara y, en concreto, del género llamado «canto de la aldea», que no otra cosa podría esconderse tras el nombre de «comedia». Como hoy día, este era el lugar preferido para bromas y chanzas. Aunque Beard prefiere centrarse en otras mitologías más cercanas a Roma –las de los manantiales del Llanto y la Risa en Plinio– hay que recordar que precisamente entre lo serio y lo risible alternaba el culto de Dioniso, poderoso protector de la risa liberadora en el espacio público, y a la vez patrón de los misterios.
La comedia antigua, de la que tenemos el enorme genio de Aristófanes, en principio íntimamente ligada a los rituales de renovación de la vida cíclica y a los necesarios paréntesis de subversión en el orden establecido que representaba Dioniso, fue indisociable de la vida ciudadana en Grecia, con su implacable crítica social y política gracias a la parresía o libertad de palabra de la comedia antigua. No había límites para el humor y la risa tenía potencia catártica por lo que, junto a la solemne tragedia, era necesario también contar con la comedia que se reía de todo y todos. Y es que la alternancia entre risa y llanto era clave de bóveda en los misterios, como muestra que la seria Deméter se acabara tronchando ante las bromas de una anciana soez antes de fundar los misterios de Eleusis. En fin, que el reír básico del mundo religioso y psicológico, sin solución de continuidad, transita al sociopolítico. En Roma también hay que pensar en las Saturnales, en Plauto y otros ejemplos de humor transgresor. Otra cosa son las comedias más burguesas, de Terencio –con el precedente griego de Menandro–, con un humor más biempensante y sofisticado, pero limitado sociopolíticamente.
En Roma, el humor lo impregnaba todo, como muestra Beard, incluso el foro político. La oratoria de Cicerón, al que se dedica un estupendo capítulo, era conocida por sus bromas a veces crueles y soberbias, de suerte que algunos de sus censores le motejaban de «cónsul bufón». Pensemos en el serio Catón como modelo contrapuesto a este «homo novus» de esmerada educación griega, compleja personalidad e ingenio chispeante que se alzó con el poder máximo en la República tardía y que fue uno de los ejemplos más conspicuos de humor en la escena pública. Otro capítulo apasionante es el que se dedicada a la interacción entre emperadores y súbditos en el mundo del Principado.
Las vidas de los césares refieren muchas anécdotas en las que el humor está en el centro, un humor peliagudo pues, frente a la mencionada experiencia cómica compartida de los regímenes participativos de la antigüedad, aquí la risa es patrimonio y capricho de los poderosos y es complicado reírse de ellos. Las bromas de épocas tiránicas, como las de Calígula o Heliogábalo, conocidos por su extraño humor, eran todo un riesgo para la vida de los cortesanos.
En fin, el libro no tiene desperdicio, desde que comienza con una tipología de la risa antigua en comparación con la moderna, hasta el análisis de los motivos y resortes principales del humor: entre hombres y animales, varones y mujeres, gobernantes y gobernados, se estudian también los mecanismos de lo jocoso como elementos de interrelación política, social y de dominación. Lo más curioso es la coincidencia de temas en el humor romano y el actual.
Crueldad y superioridad
El gusto por la paradoja, la combinación de crueldad y superioridad y la risa con como liberación sirven para constatar la vigencia de las tres teorías clásicas acerca de la risa que se manejan desde Aristóteles a Freud. El humor antiguo no es tan diferente del moderno, del escarnio o control social. El mérito de esta obra es hacer evidentes las analogías entre antiguos y modernos pero siempre marcando las diferencias, que ponen la necesaria distancia. No somos romanos pero reímos como romanos (o quizá es que ellos nos enseñaron a reírnos).
Como complemento a este estudio sobre el humor hay otra novedad, el libro «Lechuzas a Atenas. Pervivencia hoy del refranero griego antiguo» (EDAF) de Fernando García Romero. El libro de este catedrático de la Complutense –que muestra que aquí no hay nada que envidiar a la buena divulgación anglosajona– propone un recorrido por la otra forma de humor popular que comentábamos: las frases hechas y proverbios. Su propuesta es todo un viaje fascinante, irónico, erudito pero sobre todo divertidísimo, por el humor popular, desde lo antiguo a lo actual. En paralelo al libro de Beard, aquí descubrimos la asombrosa dependencia que tenemos del refranero de los antiguos.
Se estudian primero las expresiones heredadas, que divierten además por las comparaciones con las lenguas europeas principales: «poner el colofón», «una golondrina no hace verano», «vista de lince», «risa sardónica», o «lágrimas de cocodrilo» provienen directamente de los griegos. Pero muchas más sonrisas despertarán las expresiones equivalentes, como «a Atenea rogando…» o «empinar la axila», en las que los modelos clásicos se muestran totalmente transversales. Finalmente el autor se complace en hablar de los nombres proverbiales y nos enteramos de quiénes eran los «Picios» y «Abundios» griegos –el «Adonis» era curiosamente «un Aquiles»–, los nombres parlantes paralelos a nuestra «Marisabidilla» o «Marimandona», y, en coincidencia con el libro de Beard, desde el «Philogelos» y otras fuentes, analiza los lugares comunes, geográficos o no, de la estupidez (Abdera parece un «Lepe» griego), así como los tópicos «nacionales» de atenienses o espartanos, que anteceden a los modernos.
Estas dos obras, en fin, se complementan y vuelven a mostrar que sí que somos griegos y romanos –como querían los poetas del XIX, de Shelley a Goethe–, o, si no lo fuéramos, al menos sí que nos reímos como ellos. Es un consuelo constatarlo, con humor agridulce, pese al lamentable descuido del griego y el latín en nuestras escuelas: si la historia y la filosofía van en triste retroceso, en las lenguas básicas de las humanidades, en la práctica, podríamos decir que no va a quedar «ni el apuntador» o, como dirían los griegos, «ni el porta-antorchas».