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Cuando el cine español se miró las entrañas

La tierra vacía, herida o fértil ha sido la gran protagonista de nuestro séptimo arte en 2022 con una cosecha irrepetible

Carla Simón, con el Oso de Oro que ganó en el Festival de Berlín por «Alcarràs» - EFE/EPA/CLEMENS BILAN CLEMENS BILAN

Caprichoso el calendario de la cosecha, entre cuestiones pandémicas y deudas de fechas de los años en los que vivimos peligrosamente, el cine español comenzó a escribir un nuevo curso de gloria y esplendor entre los honores del anterior. Así, los Premios Goya que coronaban a «El buen patrón» como mejor película del año pasado se solapaban en el tiempo, y en el mismo fin de semana, con el arranque del Festival de Berlín. Lo que pocos imaginaban, más allá del atasco en lo informativo, era que la cita alemana con el cine de autor devolvería al palmarés patrio del séptimo arte unos laureles que no se habían olido desde 1983: «Alcarràs», de la directora catalana Carla Simón se hacía con ese mismo Oso de Oro que, por última vez para nuestra pantalla plateada, había conseguido Mario Camus con «La colmena».

Como las casualidades no existen, el triunfo de una delicada película sobre la muerte (o el asesinato) de la agricultura se producía apenas unos meses después de que el propio Camus volviera a la tierra, esa a la que nunca dejó de mirar, para descansar ya de manera definitiva. Y adelantaba, no sin sorpresa, un curso en el que nuestro arte y nuestra industria quedarían perplejos por lo basto de nuestro bancal de tierras sangrantes, en forma de imaginario colectivo. El concepto de la España vacía, o vaciada si quieren buscar culpables, se trasladaba por fin a nuestro cine y ahí, el mejor para tomarle el pulso a nuestras debilidades siempre viene siendo Rodrigo Sorogoyen. Así lo hizo con «El reino», sacándole los colores a la España que se golpea el pecho con la partida de nacimiento entre comilonas que paga el partido, y así lo ha vuelto a hacer con «As bestas». Su drama rural, crudo, violento y conscientemente machirulesco es en realidad la respuesta a ese contraste de otredades que la azada oxidada simboliza para el país. La rabia, aquí homicida, es metáfora redonda en la doma de unos campos que no tienen quién los cultive. Y su éxito, que ya es mayúsculo para una película que tuvo que ir a buscar a Francia el dinero que aquí le faltaba, es la mejor de las noticias frente a los «taquillazos», de viejos conocidos, que sí responderían a lo de ser «cine vaciado».

Sobre el país que nunca fuimos, precisamente, hablaba la «Modelo 77» de Alberto Rodríguez. Sin duda esa película que, cuando algunos se encuentren en la plataforma de turno, dirán que «no parece española» con toda la ignorancia que les permita su condescendencia. Y sobre el país del que nunca habló nadie, en alegoría feminista, hablaba la extraordinaria «El agua», de Elena López Riera, éxito inapelable como reto arqueológico de nuestros propios mitos. Los más antiguos y terribles, como los que dibuja a base de monstruos Carlos Vermut en «Mantícora», o esos que nos enfrentan a lo que no querríamos ser nunca, como la película «Un año, una noche», de Isaki Lacuesta.

Pero el año en el que el cine español se miró en España no hubiera podido estar completo sin ponerle humanidad, rostro, sonrisas y lágrimas concretas a lo que nos preocupa ética o moralmente como nación. A lo que cuestionamos a diario. Desde la izquierda o la derecha. Y es ahí donde la mano izquierda de «Cinco lobitos» y «La maternal» brillan como fruta de temporada. Estrictamente coyunturales, las películas de Alauda Ruiz de Azúa y Pilar Palomero, respectivamente, responden a la pregunta de la maternidad en la incertidumbre. La primera desde lo material, ahondando en la brecha ecléctica de la generación perdida y preguntándose por todas esas vidas que nuestra propia vida no nos dejó vivir. Y también desde lo inocente, como la segunda, en la que una madre adolescente es carne del verbo ocioso, de la repetición de patrones y, en realidad, de las grietas -ya de tahúllas- de lo que creíamos que era el Estado del bienestar. Es imposible mirarse mejor el ombligo. O sí, si atendemos a la «Pacifiction» de Albert Serra. Abono, en el buen sentido, del mejor.

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