El árbitro borracho y Vargas Llosa
El premio Nobel peruano acabó siendo testigo de una resaca histórica en el Mundial de Fútbol de 1982, protagonizada por el colegiado alemán Walter Eschweiler durante un Perú-Camerún
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Marcial puso la cuarta botella de vino sobre la mesa. El camarero del Hotel México, en Vigo, era un tipo servicial. No todos los años se celebraba el mundial de fútbol en España y menos aún se podía servir a un árbitro alemán justo antes de un partido. Walter Eschweiler, el colegiado, agarró la copa como el que se aferra a la barra de un autobús en una curva. Naranjito le observaba sonriente desde una pared. Walter apuró el vino y miró al muñeco. En una mano sujetaba una pelota, pero el otro brazo estaba recogido sobre la cintura, en plan reproche. Se miraron a los ojos. El cítrico levantó las cejas, guiñó un ojo y sonrió. Aquello solo podía ser una señal, y no precisamente del más allá. Era señal de que había bebido mucho.
El trayecto hasta la habitación del hotel fue onírico. Walter inició el camino por un pasillo que se convirtió en un río con mandarinos y cielos de mermelada. Alguien le llamó. Se giró y era una niña con ojos de caleidoscopio. Empezaron a caer flores de celofán amarillo y verde. Al fondo apareció un carrusel de caballitos donde la gente le saludaba mientras comía pasteles de malvavisco. Walter metió su mano en el bolsillo y sacó la llave, que estaba atada a un llavero con forma de centollo con el nombre grabado del Hotel México. En cuanto se detuvo ante la habitación 211 cesó la música. Otro huésped había puesto un casete de los Beatles con «Lucy in the Sky with Diamonds».
Se tiró vestido en la cama, boca arriba, con la cabeza hacia la izquierda. Era el único consejo decente que le había dado su padre. «Si no quieres vomitar, a la izquierda debes girar», recordó. Al día siguiente tenía que arbitrar un partido a las 10:15 de la mañana. «¿A quién se le ocurren esas horas? Seguro que a esos soplapitos de la FIFA», pensó. Masculló un par de insultos en alemán, que suenan peor, y se quedó dormido. Al rato sonó el teléfono. «Hallo?», dijo Walter todavía sin abrir los ojos. Tenía toda la selva negra metida en la boca, y una tuba interpretaba una polka en su cerebro. «Buenos días -dijo la recepcionista con voz neutra-. Son las ocho de la mañana. Le recuerdo que en media hora le recogerán para ir al Estadio de Balaídos».
Se vistió de negro. Cogió el pito, el suyo, y bajó a la puerta del Hotel. Subió al Seat Ronda y llegó a Balaídos. En la puerta le esperaba Mario Vargas Llosa, el escritor, esta vez en calidad de periodista deportivo. El peruano quería deleitar al público con sus crónicas futbolísticas, y estaba ansioso por aplicar la hipérbole social y bélica, selvática y emocional, a los rudimentos morbosos y clasistas del balompié. Perú se presentaba al mundial con una gran plantilla, pero Camerún, ay Camerún, cómo le gustaba Camerún. Esos chicos proletarios, de oficios modestos y variopintos, aficionados al soccer, que entrenaban solo los días feriados, y que ahora se enfrentaban a la maquinaria capitalista de Occidente. Eran «leones indomables» frente a los niñatos europeos. Qué asco todo, pero cuánta épica.
Walter no reconoció al escritor. Lo último que había leído era el prospecto de una caja de biodramina. «¡Árbitro! ¡Árbitro!», dijo el peruano al ver que el alemán pasaba de largo. El colegiado preguntó «Was geht?», que significa «Qué pasaaaaa». «Perú tiene una gran selección. Ha hecho un esfuerzo enorme para llegar hasta aquí. Espero que nos trate con justicia frente a Italia», apuntó Vargas Llosa. Walter miró al tipo, parpadeó dos segundos, y contestó un «Selbstverständlich», que lejos de ser el producto de la resaca significa «por supuesto». Vargas Llosa se volvió al intérprete: «¿Me ha insultado? Mira que le salto un diente, eh, un diente». «No, hombre, no. Vamos al palco», contestó el traductor empujando al escritor hacia la escalera.
El autor de «La ciudad y los perros» se sentó en su butaca. La afición viguesa no sabía si Italia o Perú subía o bajaba pero animaba con fervor. «Cómo grita el pueblo cuando se siente libre -pensó Vargas Llosa-, sin las ataduras del sable del coronel, del alacrán y el ciempiés», y tarareó la canción de Quilapayún. Mientras, Walter hizo sonar el pito, el suyo, y los once italianos se disputaron el balón con los once peruanos. Vargas Llosa tomaba nota. «Electrizante, memorable y catenaccio. Ya casi lo tengo», pensó Mario. De pronto, Walter, que deambulaba por el campo con un trote cochinero, no pudo esquivar al jugador José Velásquez. Del golpe cayó de espaldas y dio una voltereta hacia atrás. Vargas Llosa se quedó mirando al colegiado que, perplejo, sacó un diente de su boca. Mario apuntó: «La maldición peruana».