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La Armada española no desapareció en Trafalgar

Un estudio, que por primera vez reúne el punto de vista de los países implicados en el combate, prueba que la flota siguió manteniendo su poder y que en realidad se perdió cuando los franceses invadieron España
«Muerte de Churruca en Trafalgar, a bordo de su navío San Juan Nepomuceno», lienzo de Eugenio Álvarez Dumont que conserva el Museo del Prado
«Muerte de Churruca en Trafalgar, a bordo de su navío San Juan Nepomuceno», lienzo de Eugenio Álvarez Dumont que conserva el Museo del PradoMuseo del Prado

Madrid Creada:

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La memoria colectiva ha vinculado durante décadas la destrucción de la Armada española con la derrota de Trafalgar. Aquella batalla –que pudo haberse evitado si se hubiera contado con hombres de Gobierno político más notables y de mayores horizontes– ha permanecido en la historia como nuestro descalabro naval. Inglaterra la recuerda como una proeza heroica, mientras que en el discurso francés posee el mismo relieve que una nota a pie de página y en el relato español pervive aún a través de un hábil eufemismo concebido para restañar heridas y subrayar el valor poco recompensado que se derramó en aquellas embarcaciones: «La gloriosa derrota».
Pero la realidad resulta diferente de lo que apuntalan tantos discursos nacionales y deja entrever la mitología de ese acontecimiento. Por detrás asoman hechos que, si no cambian lo que ocurrió, sí que ofrecen una mirada distinta y deslegitiman el falso tópico de que los españoles dejaron allí su flota, una idea que ahora enmienda una nueva monografía, «Trafalgar» (Desperta Ferro), una obra colectiva dirigida por Agustín Guimerá, pionera en la bibliografía dedicada a este tema, que reúne por primera vez los distintos puntos de vista de los tres contendientes que libraron el enfrentamiento naval.
El 21 de octubre de 1805 es una fecha viva y cargada de emociones para muchos. El choque se inició al mediodía y perduró hasta las cinco de la tarde. La escuadra francoespañola contaba con 33 navíos y la británica, con 27, y, ya desde el primer cañonazo, resultaba fácil augurar un combate de corte duro y violento. Las balas llenaron los puentes de astillas y cuñas de madera, el olor a pólvora impregnó el aire, la sangre de los combatientes bañó las cubiertas, las órdenes de los oficiales se mezclaron con los gritos de los heridos y la marinería, la disciplina de la tripulación se mediría en mitad de un caos de cadáveres y aparejos desarbolados mientras, por un lado y por otro, se ponían a prueba el coraje, la templanza y la determinación. El Royal Sovereign, una soberbia embarcación, sorprendió por detrás al Santa Ana –los navíos de su categoría eran como los portaaviones de la época– y sus baterías atravesarían la embarcación española desde la popa y hasta la proa, dejando un reguero de heridos.
«Aquellos dos leviatanes combatieron a tocapenoles con una bravura desmedida hasta que Ignacio María de Álava, herido, rindió el barco», describe Agustín Guimerá, responsable de esta edición, delante de la maqueta que el Museo Naval de Madrid conserva del Santa Ana. El historiador señala a continuación una pieza sobresaliente, de enorme valor nostálgico. Un resto donde, como él mismo señala, aún se puede tocar la historia: es lo que queda de uno de los mástiles de este mismo buque. «El principal responsable de lo que ocurrió fue Napoleón. Los militares españoles dijeron que había que obtener victorias cuando los ingleses estuvieran lejos de sus bases, en el Mediterráneo, con calma y preparación, pero no se les escuchó. Napoleón pensaba que los barcos se movían como las tropas en Austerlitz, y no es así. Hay que añadir que Godoy, que entonces luchaba por su supervivencia política, aceptó los designios de Bonaparte, y que Villeneuve, el oficial francés al mando, que ya había defraudado a Napoleón y que era consciente de que ya estaba en camino su sustituto, el almirante Rosily, decidió entonces salir a buscar a los ingleses», comenta Agustín Guimerá, mientras observa una galería de retratos: Federico Gravina, Cosme D. Churruca, Dionisio Alcalá Galiano que conserva el museo: todos buenos y esforzados marinos españoles. Hombres, como él mismo remarca, de probada valentía que aquel día bregaron con arrojo junto a sus tripulaciones.
Aquella elección, tomada en contra de los consejos de los españoles, supuso un terrible balance, como reconoce esta nueva síntesis: «De los dieciocho navíos implicados, trece se perdieron. Cinco fueron tomados y retenidos por el enemigo, cuatro naufragados bajo control enemigo, tres naufragados fuera de control enemigo, uno destruido en combate. Las pérdidas de personal fueron de 3.500 muertos, 1.136 heridos y 2.200 prisioneros. Una comparación con las pérdidas españolas (1.050 muertos, 1.390 heridos) y británicas (450 muertos, 1.214 heridos) muestra que fueron los franceses quienes hicieron los mayores sacrificios».
Para Guimerá, al primer error, mantener a Villeneuve, un hombre de carácter pesimista, poco apropiado para los acontecimientos que se avecinaban, siguió otro igual de fatal: acudir al encuentro de Nelson. Y como no existen dos errores sin un tercero, se añadió una equivocación más, pero que esta vez resultó decisiva y le brindó la victoria a los británicos antes de que ningún buque abriera fuego: «A las siete y media de la mañana, al ver que el enemigo arribaba en dos columnas dispuesto a cortar el centro y la retaguardia aliadas, Villeneuve, hacia las ocho, ordenó virar en redondo para quedar mura a babor, para evitar que su retaguardia quedara envuelta y tener el viento favorable para volver a Cádiz. Para añadir más confusión, Villeneuve había dado la orden de volver al orden natural, por lo que cada navío debió maniobrar además para restituirse en la línea. Una maniobra difícil».
Esto permitió que Nelson rompiera las líneas españolas, aunque fue a un alto precio. Las crónicas inglesas reconocen cómo se peleó en cada barco español y el precio que tuvieron que pagar por ello (le costó la vida al mismo Nelson). «La Armada española fue la tercera del mundo durante todo el siglo XVIII. A finales, el país atravesó una dura crisis financiera y política. Los oficiales y marineros no recibían sueldos. No tenían entrenamiento y carecían de gavieros, hombres esenciales para subir al alto de los palos. La Royal Navy no arrastraba estos defectos».
Pero, al contrario de lo que muchos sostienen, Trafalgar no fue el final de nuestra flota. Al día siguiente, de hecho, se produjo un hecho inaudito en la historia naval. La escuadra francoespañola volvió a salir. Escaño y Gravina ordenó a los barcos que salieran para recuperar los buques apresados, a pesar de los daños sufridos, aprovechando un fuerte temporal que había dispersado a los ingleses.
Collingwood, que había quedado al mando de la escuadra inglesa tras la muerte de Nelson, receló. Formó una línea y se preparó para el combate. Él sabía que los españoles aún eran poderosos en el mar. De hecho, tras la batalla, España todavía contaba con 42 navíos, algo nada desdeñable. ¿Dónde, entonces, se arruinaron nuestros barcos? «La Armada española no se perdió en Trafalgar. De hecho, que saliera al día siguiente, recuperaran varias embarcaciones y que los ingleses la temieran, lo demuestra. La flota se perdió con la invasión francesa de España, cuando las tripulaciones se emplearon en luchar contra Napoleón en tierra. Su desaparición fue uno de los motivos de la pérdida de América y que dejara de ser una gran potencia. Era el inicio del declive del siglo XIX.