La fe cristiana, profundamente arraigada en los hombres y mujeres de
la Edad media, inspiró una de las creaciones artísticas más elevadas de la civilización universal: las catedrales, verdadera gloria del Medievo cristiano. A partir de comienzos del siglo XI y durante casi trescientos años,
Europa asistió a un fervor artístico extraordinario, los fieles comenzaron a reconstruir las
iglesias y catedrales, muchas monásticas e incluso oratorios de pueblo, los arquitectos encontraban soluciones técnicas cada vez más elaboradas para aumentar sus dimensiones, asegurando al mismo tiempo su solidez y majestuosidad, pero, principalmente, fue el entusiasmo y el celo espiritual del monaquismo en plena expansión lo que llevó a construir iglesias abaciales donde celebrar la liturgia con dignidad y solemnidad y permanecer en oración los fieles,
atraídos por la veneración de las reliquias de santos, origen de incesantes peregrinaciones.
«Las catedrales, sobre todo las románicas y las góticas, son orgullo de la humanidad y una de las manifestaciones más extraordinarias de la cultura europea», afirma el doctor en Historia, teólogo y académico de la de
Bellas Artes de San Fernando Alfonso Rodríguez y Gutiérrez de Ceballos (Salamanca, 1931), que ha publicado un enorme ensayo sobre ellas: «Catedrales, basílicas y colegiatas en el uso, en la Historia y en el Arte» (Fundación Universitaria Española), sobre diecisiete siglos de arquitectura cristiana en Europa.
Para el autor, considerar únicamente la catedral como un increíble artefacto de la cultura o la manifestación más convincente del espíritu colectivo de las generaciones pasadas es como manifestar que un cuerpo fue bello, esplendoroso y perfecto, pero que ya no tiene alma, está muerto. «Y desgraciadamente así parece ser, porque muchas catedrales ya no desarrollan el culto y los ritos de la liturgia –afirma–. Es la fe en Dios lo que confiere alma al cuerpo de las catedrales y, si no es así, estas habrán perdido su razón de ser y se convertirán, o desgraciadamente se han convertido ya, en fríos museos gestionados por empresas que lo abren al público fuera del culto».
Pero, ¿desde cuándo sucede esto? «Desde que en el siglo XIX, a raíz de la revolución industrial, la fe y las creencias fueron decreciendo y paulatinamente desapareciendo desarraigadas por el desarrollo de las ciencias y las técnicas. Esto produjo una crisis, no solo en la fe, sino en la arquitectura y el arte religioso», explica el profesor. Para que la catedral sea comprendida en el XXI «es necesario indagar en sus orígenes, los propósitos de quienes ordenaron su construcción, su genuino significado, los muchos simbolismos y ocultos misterios que se encierran en su uso, en sus diferentes cambios de estilos y gustos estéticos de las sucesivas generaciones a lo largo de siglos y, finalmente, las múltiples interpretaciones que de ellas han hecho y siguen haciendo los historiadores del arte y de la cultura».
Es en este terreno donde se adentra el exhaustivo ensayo de Rodríguez y Gutiérrez de Ceballos, que aborda diversos enfoques para estudiar las cuestiones que plantean las catedrales: su definición como tales, sus orígenes como complejos episcopales o abaciales;
su papel de receptáculo donde se asocian y desenvuelven las artes; su desarrollo, ampliación y cambios a través de los variables estilos y gustos; la diferencia entre basílicas, catedrales y colegiatas; los usos paralitúrgicos a los que se han destinado históricamente como lugares de unción y coronación de reyes o de enterramiento; las regulaciones monásticas, peregrinaciones, culto y traslado de reliquias, asociadas con el inicio de la arquitectura y el arte románicos; las preferencias por el gótico como estilo definidor de las esencias más genuinas de la espiritualidad cristiana; el debate que desde
el Renacimiento hasta el siglo XIX se ha sustanciado a favor de unas u
otras opciones para edificar los templos; la influencia decisiva de la liturgia, los ritos, la gestualidad con que se expresan y desarrollan los significados profundos y los simbolismos en la creación de las catedrales; y el problema económico y las fuentes de ingresos mediante las cuales fue posible estas construcciones.
Rodríguez y Gutiérrez de Ceballos dedica varios capítulos a desmenuzar y examinar todos y cada uno de los componentes de
los templos católicos, tanto interior como exteriormente. «He dedicado extensas y a veces enojosas indagaciones a explorar el porqué de las torres, atrios, pórticos, entradas y fachadas; ábsides, santuarios, sacristías, transeptos, bautisterios, capillas penitenciales y de reliquias, cubiertas, techumbres, tejados, bóvedas y cúpulas. No tanto desde una óptica técnica o incluso artística, sino con otro objetivo exclusivamente funcional:
averiguar su origen y su destino religioso y litúrgico», explica el autor, que no solo hace referencia a las catedrales e iglesias de la alta y baja Edad Media, sino a casi veinte siglos de templos en Europa, «lo cual ha supuesto un reto que con frecuencia ha superado mis esfuerzos y me ha desalentado a causa de su gigantesca e intrincada complejidad.
También por tener que consultar una bibliografía abrumadora en compendios, y no digamos nada en estudio y trabajos específicos», asegura el escritor, que reconoce también que, aunque se refiere a las catedrales europeas en general, «los casos, ejemplos, circunstancias y coyunturas seleccionados de la historia del arte, la literatura o la cultura general, para establecer y urdir mis argumentos, están tomados mayormente de las españolas».
Para aclarar el origen de lo que hoy llamamos
catedrales, Gutiérrez de Ceballos ha debido «indagar en lo que fueron los monumentos funerarios, que en los primeros siglos cristianos albergaron tumbas y reliquias de santos edificados dentro de los propios cementerios, donde se daba culto. Cuando esas reliquias se exhumaron y fueron trasladadas a las ciudades y villas,
surgieron las basílicas como nuevos lugares de culto y celebración de la “sinaxis” o reunión de la comunidad en torno a la celebración de la palabra y la eucaristía. La reunión era presidida por el obispo, que predicaba desde su sede o “cathedra”, lo que motivó que la basílica cambiase su nombre por el de catedral», añade.
Sin embargo, «con el término de catedrales y colegiatas no he querido referirme exclusivamente a ellas, abarca toda clase y tipo de iglesias, lo mismo sean simples parroquias o templos monásticos de órdenes contemplativas o mendicantes». Así, el historiador ha tratado de dirigirse a un lector que, teniendo una cultura mediana, se interese por el sentido que han tenido las catedrales, colegiatas e iglesias durante tantos siglos de historia, pero entre el público que lo lea «desearía encontrar no solo a profesores y alumnos de historia del arte, sino también a eclesiásticos en los seminarios y universidades de la iglesia, que pese a lo aconsejado por el Concilio Vaticano II, no reciben una formación apropiada para entender lo que son los recintos sagrados, sus componentes, sus funciones y simbolismos», subraya.
El ensayo termina con un capítulo en el que Gutiérrez de Ceballos relata el cómo y el por qué a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y casi comienzos del XXI se ha producido una suerte de resurrección de las catedrales, ilustrando con ejemplos de algunas recientes que han sabido aparecer en la historia de las artes como modelos a seguir en sus novedosos planteamientos. Se añaden además unas reflexiones sobre lo aconsejado por
el Concilio Vaticano II en lo relativo a la conservación perentoria de los edificios de las antiguas iglesias tal
y como han llegado a nuestros días y a las mínimas intervenciones posibles que han de efectuarse en ellas para acomodarlas a la práctica de la renovada liturgia.
«El arte contemporáneo y las nuevas catedrales deben tener en cuenta lo más sustancial, esencial y definitorio del culto y la liturgia, para crear en el espacio sagrado la sensación de silencio, reposo y paz de espíritu necesarios para invocar a Dios, evocando al mismo tiempo lo que ha sido siempre distintivo de los templos cristianos: la elevación sobre lo finito inmanente y humano y la presencia de lo infinito, numinoso y trascendente», concluye.
De Marcel Proust a Le Corbusier
Gutiérrez de Ceballos recoge unas palabras de Marcel Proust escritas a principios del siglo XIX, cuando en la Francia laicista el gobierno intentó cerrar las catedrales al culto:
«No hay un socialista de gusto que no deje de deplorar las mutilaciones que la Revolución infligió en nuestras catedrales: ¡tantas estatuas y tantos vitrales rotos! Es preferible devastar una iglesia que cerrarla. Mientras se celebre la misa y el culto, por mutilada que esté, conservará un poco de vida. Pero el día que quede cerrada estará muerta, y por mucho que esté protegida como monumento histórico de usos escandalosos, no será sino un museo muerto. La liturgia católica forma un todo con la arquitectura y la escultura de las catedrales, porque la una y las otras derivan de un mismo simbolismo». Lo que contrasta con lo que profetizaba Le Corbusier en «Quand les cathédrales étaient blanches» sobre la resurrección de las catedrales en la segunda mitad del XX, ya que esas viejas y renegridas por el paso del tiempo y la historia volverían a reflorecer en todos los confines del mundo.