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cultura

«Parthenope»: La diosa opaca de Sorrentino

El objeto de deseo de Paolo Sorrentino es problemático, no tanto por la delectación con que lo filma sino porque arrastra con él la destrucción del macho y por su extraña opacidad

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Tal vez Paolo Sorrentino haya encontrado a su Beatrice, aunque, si estuviera imbuido del espíritu de Dante, no la retrataría como una diosa tan carnal, su encanto no sería tan erótico. Parthenope es su ciudad, Nápoles, que ahora emerge del mar para ser admirada por propios y extraños.

El objeto de deseo de Sorrentino es problemático, no tanto por la delectación con que lo filma sino porque arrastra con él la destrucción del macho y por su extraña opacidad. «¿Qué estás pensando?», es la pregunta que más le hacen a Parthenope durante el metraje, mientras se pasea por la vida estudiando antropología, entregándose a un triángulo amoroso-incestuoso que huele a tragedia, sumergiéndose en las aguas de un episodio eclesiástico-felliniano un tanto arbitrario, fantaseando con ser actriz, y coqueteando con las sombras de lo que queda de John Cheever (Gary Oldman), que suelta aforismos sabios y líricos sobre la fugacidad de la existencia como volutas de humo frente a una costa paradisíaca.

Seguimos preguntándonos en qué piensa Parthenope. Más que un cuerpo bello, un folio en blanco. La película sirve de contraplano a «Fue la mano de Dios», mirada autobiográfica de Sorrentino a su infancia y adolescencia en su ciudad natal, es tan episódica como «La gran belleza», pero sin la coherencia poética de aquella, sin su mordacidad funeraria. La opacidad de Parthenope, acaso potenciada por la belleza fría, inalcanzable, de Celeste della Porta, no tiene la misma fuerza como hilo conductor que la voz melancólica de Jep Gambardella, y por eso todo lo que le ocurre, incluso lo más dramático, parece supeditado al esplendor estético de las imágenes.

No hay ninguna profundidad en esa sirena resbaladiza, en ese ser mítico que seduce casi a su pesar, como si Sorrentino le hubiera dejado rellenar los huecos de su magia a todos los secundarios que la rodean y admiran. El misterio, sin embargo, sigue inescrutable, tal vez porque se ahoga en la superficie de su propia imagen.