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Cine

«The Rocky Horror Picture Show»: desde Transilvania con poliamor

Se cumple medio siglo del estreno de un filme repleto de escándalo pero con mucho glamour, y que llega a una actualidad que se parece cada vez más a su versión light

«The Rocky Horror Picture Show» se recibió en 1975 como pura transgresión casi punk
«The Rocky Horror Picture Show» se recibió en 1975 como pura transgresión casi punkArchivo

Fue primero inesperado éxito teatral estrenado en la parte superior del Royal Court Theatre de Londres, en junio de 1973. Tras la relajación de la férrea censura británica, el musical escrito y concebido por Richard O’Brien, dirigido y producido por Jim Sharman, venía a sumarse a polémicos hitos escénicos como «Hair», con sus desnudos y celebración del estilo de vida hippie; «Godspell» y «Jesucristo Superstar», con sus versiones rockeras de la vida de Cristo; y «Oh! Calcutta!», el musical erótico de Kenneth Tynan. Las tablas consagradas un día a Shakespeare, Chejov o Ibsen se llenaban ahora de jóvenes melenudos, señoritas en paños menores y muy calientes (cuando no sin paño alguno) y rock’n’roll. Era un escándalo.

En el caso de «The Rocky Horror Show» era un escándalo con mucho glamour o, mejor dicho, mucho «glam». En plena eclosión del movimiento pop-rock encabezado por Marc Bolan, Roxy Music y David Bowie, con su celebración de la liberación sexual, nostalgia por los años cincuenta, por el Hollywood clásico y la Serie B, además de una pasión desatada por el maquillaje, la brillantina, los zapatos de plataforma, el travestismo, el «camp» y la ciencia ficción, «Rocky Horror Show» llevaba al escenario su estética, música y filosofía con extrema fidelidad al tiempo que ironía, anunciando melancólicamente su prematura muerte (duró algo así como de 1973 a 1975, ¡pero cómo brilló e influyó!). Inevitablemente, tenía que llegar a la pantalla.

Película de culto

Cuando RKO, que no tardaría en convertirse en 20th Century Fox, decidió hacerse cargo de la distribución del filme, hizo una oferta a su director de esas que, en teoría, no se pueden rechazar: si aceptaba que la película fuera interpretada por estrellas de Hollywood, en lugar de por el reparto teatral original, tendría carta blanca. En caso contrario, habría de apañarse con poco más de un millón y medio de dólares de presupuesto. En sintonía con el espíritu independiente de la obra, Sharman rechazó la oferta y nos regaló el debut en pantalla del inmenso Tim Curry. El original, el único, el mejor, el más fascinante, extremo, extravagante y seductor dulce travestí de Transexual, Transilvania. Había nacido una estrella.

Pero había nacido también una película estrellada contra la incomprensión de crítica y público. Lo que funcionaba en el teatro, pasando de pequeñas salas independientes a grandes escenarios, no parecía interesar a nadie en los cines. Eficaz traslación del musical al celuloide, con casi los mismos actores que lo habían representado en Londres y Estados Unidos: aparte de Curry, Richard O’Brien, autor del invento, como el jorobado Riff-Raff; Patricia Quinn como su hermana (y amante) Magenta; Little Nell como Columbia; Jonathan Adams como el Dr. Scott; Peter Hinwood como Rocky; el pronto estrella de rock Meat Loaf como Eddie y el gran Charles Gray como narrador, a ellos se añadieron unos casi desconocidos Barry Bostwick y Susan Sarandon, como Brad y Janet, la ingenua pareja americana por excelencia. Tal como habían previsto los ejecutivos, una panda de don nadies que no atraía apenas público.

La historia de una inocente pareja atrapada en el Castillo de Frankenstein a merced de un egocéntrico alienígena travestido y bisexual, su corte de locas de ambos sexos y el producto de su ciencia no menos loca: un rubio monstruo de Frankenstein cachas, estilo Dr. Atlas, quizá cautivara en los degenerados escenarios de Londres, Broadway o Los Angeles, pero no encontraba hueco en la pantalla. Para entenderla y disfrutarla había que estar en el ajo. Había que conocer las canciones. Las películas de Serie B que homenajeaba. Había que seguir el sendero plateado de Ziggy Stardust, bailando en los salones de Marte. ¿Existía ese público en los cines?

Existía. Un fracaso de taquilla, que ni siquiera atrajo espectadores cuando se proyectó con «El fantasma del Paraíso» (1974), la obra maestra «glam» de De Palma –¡vaya «double feature»!–, se fue transformando en película de culto de medianoche. El boca a oreja, con más de un lengüetazo, se corrió (sin segundas) entre la comunidad gay. Ocurrió el milagro: noche tras noche, las proyecciones se llenaban de un público entregado que coreaba canciones, interpelaba a los personajes, repetía los diálogos y bailaba el «Time Warp». «The Rocky Horror Picture Show» se convirtió en la genuina película de culto –con permiso de «El Topo» (1970)–. El borrador sobre el que practicaban sus nuevos diálogos incontables fans, para llevarlos a las nuevas representaciones, donde el público se erigió en parte del espectáculo.

Las salas que proyectaban «Rocky Horror» se volvieron espacios de libertad para la comunidad gay y toda clase de freaks en busca de identidad. No-lugares que replicaban la naturaleza alienígena del Castillo de Frank-N-Furter, fuera del espacio y del tiempo. Al menos en apariencia. En realidad, totalmente de su tiempo: unos setenta sin Sida, dionisíacos, psicodélicos, paganos y poliamorosos, entregados a la confusión. En el «glam» extraterrestre de Jim Sharman y Richard O’Brien todo vale: carmín, ligueros y rayos láser. Es una fiesta gay, pero también y sobre todo un carnaval poliamoroso donde chicos heteros se visten de mujer para hacer el amor con otras mujeres que aman a otras mujeres que aman a chicos gay que se aman entre sí. Como cantaba King Crimson (demasiado serios para ser «glam»): «Confusión será mi epitafio». La fiesta no podía durar eternamente.

Perdidos en tiempo y espacio

Aunque en cierto sentido, la fiesta dura todavía. Cuando se cumple medio siglo del estreno del filme, en agosto de 1975, un nuevo show teatral recorre el mundo (anda ya por Bilbao) y este se reestrena constantemente en festivales y sesiones especiales. Más aún: como si fuera ciencia ficción de verdad, el Dr. Frank-N-Furter pareciera haber predicho, como un Julio Verne travestido, nuestro siglo de derechos conquistados por la comunidad LGBTI+, normalización de la transexualidad y aceptación de la diferencia. Pero algo huele a podrido en Transilvania.

Sólo hay que ver el «remake» estrenado en televisión en 2016: «The Rocky Horror Picture Show: Let’s Do the Time Warp Again». Dirigido por el brillante coreógrafo y realizador Kenny Ortega, abiertamente gay, y protagonizado por la actriz transgénero Laverne Cox, famosa por la serie «Orange is the New Black», debe reconocerse que no está nada mal y es una sincera muestra de amor y respeto por el original. Pero pese a su talento, la guapa Laverne Cox es el (o la) Dr. Frank-N-Furter menos imponente e interesante de la historia. Porque una mujer trans es, ante todo y sobre todo, toda una mujer. Y Frank-N-Furter, especialmente el de Tim Curry, es un hombre bisexual, perverso y peligroso, maquillado como una puerta y vestido de mujer, que viola tanto chicas como chicos y hasta se los come. Eso sí es trans… gresor.

«The Rocky Horror Picture Show» no es solo travestismo, sexo libre, sátira social y nostalgia. También es Grand Guignol, canibalismo, asesinato, violación e incesto. No sueñes con ello, hazlo, puede y tiene que ser también peligroso. Hoy, «Rocky Horror» es un musical Disney pop con un algo de picante. Hace cincuenta años era transgresión, rock’n roll «glam» y casi punk. La batalla se ganó, a costa quizá de perder la guerra. Cuando Frank-N-Furter está a punto de realizar su utopía, ahí están Riff-Raff y Magenta para impedírselo. Quizá para bien, quizá no. Lo único que realmente deberíamos desear es que alguien hoy, ahora, fuera capaz de crear un nuevo espectáculo tan descarado, inconformista y radical como «Rocky Horror», sin que sepamos todavía la letra de sus canciones ni el paso de baile que hay que dar. No vaya a ser el de la oca en lugar del «Time Warp».