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Historia

«Cleopatramanía», la trampa idelógica del color de su piel

La serie de Netflix que retrata a la reina egipcia como una mujer negra falta a la historia y cae en una manipulación ideológica. Egipto la ha denunciado

La actriz inglesa Adele James como Cleopatra en la serie de Netflix
La actriz inglesa Adele James como Cleopatra en la serie de NetflixNetflix

Habría que preguntarse por qué es tan importante el rostro del gobernante, desde la antigüedad hasta nuestros días, y por qué seguimos insistiendo en que las características del fenotipo de una persona señalen la virtud o la maldad, la inteligencia o la insensatez, la libertad o la tiranía. No es algo nuevo que, cuando el rostro de un gran personaje histórico es desconocido, fantaseemos, imaginemos y evoquemos lo que le sitúa de manera más favorable –para bien o para mal– para los intereses de cada época.

¿Qué facciones tenían César, Atila o Gengis Kan? O mejor, ¿cómo nos conviene retratarlos? En suma, ¿cómo era el hermoso rostro –con su enigmática nariz– de la última reina de Egipto, Cleopatra VII? Viene esto a cuento de la reciente polémica a raíz de una serie documental de Netflix titulada «Reinas de África» en la que, para escándalo de muchos, Adele James, actriz británica de raza negra, interpreta el papel de Cleopatra. Y es que el rostro, con los rasgos étnicos, el cabello, o la distribución facial, no es asunto en absoluto inocente. Puede responder, en toda recreación basada en la historia, a una agenda dada en cada época, en cuanto se le otorguen características morales. Existía en la época de los griegos y los romanos un viejo arte llamado fisiognomía, de la que circula, incluso, un tratado falsamente atribuido a Aristóteles: esta disciplina curiosa estaba siempre dispuesta a buscar en el semblante de las personas las cualidades morales. Entre la sabiduría popular (la «cara como espejo del alma») y la pseudociencia, la antigua fisiognomía fue heredada en la posteridad y es buena muestra de esta extraña fijación nuestra por el rostro de los poderosos. Y, a tantos siglos vista, por averiguar el rostro de los fascinantes personajes históricos que nos siguen inspirando.

Pues ¿qué decir de la fascinación que ejerce Cleopatra? Hay una «Cleopatramanía» en occidente –ligada a la consabida Egiptomanía–incesante desde sus legendarios amores con los grandes líderes de Roma en una época de transición. La historia, los retratos y testimonios literarios antiguos acerca de Cleopatra nos confirman una historia única, la de la última reina de una dinastía de reyes greco-macedonios, que provenían del norte de la actual Grecia. Era el llamado Egipto lágida, o de los Ptolomeos, una monarquía surgida de los restos del imperio de Alejandro III de Macedonia, más conocido como Magno.

Última superviviente

Su dinastía era con toda certeza procedente de ese lugar, la antigua Macedonia, un estado territorial que se extendía entre las actuales Macedonia griega y la antigua república yugoslava de tal nombre. Los reyes llamados Ptolomeos o Lágidas, de los que Cleopatra es la última superviviente, toman su nombre del lugarteniente de Alejandro, el general Ptolomeo hijo de Lago, que fundó un estado que se extendía por el actual Egipto, entre el Sinaí, Libia y la Tebaida, aunque en ocasiones llegó a dominar la región sirio-palestina. Puso su capital en Alejandría, construyendo el mausoleo del gran general macedonio y sus sucesores edificaron allí la famosa biblioteca y el museo alejandrino: el reino ptolomeico duró desde 323 a. C. hasta la conquista romana en el 30 a. C. Cleopatra VII participó en las intrigas de la Roma tardorrepublicana, fue amante de César, con quien tuvo un hijo, y luego de Marco Antonio, y acabó suicidándose junto a este último cuando Octavio, el que luego sería Augusto, tras derrotarles en la batalla de Actium, puso sitio y tomó Alejandría.

Sobre la figura de Cleopatra y su suicidio entre serpientes y venenos hay toda una imaginería romántica: se ha convertido en el símbolo del fin de una era.

El cine ha recogido su historia de forma memorable, como en la interpretación que hace Elizabeth Taylor: pero también habido otras actrices, como Angelina Jolie, que la han encarnado. ¿Y la serie de Netflix? La polémica está servida: es una aproximación con clara orientación ideológica que viene a sumarse a las tesis de un cierto matriarcado político en antigüedad, evocando historias de reinas y mujeres poderosas de raza negra. Me recuerda de cerca el ya clásico debate que suscitó en los años 80 del pasado siglo el libro de Martín Bernal «Atenea negra» acerca de las raíces afroasiáticas en la civilización griega.

Es obvio que griegos y romanos tenían una gran deuda hacia Oriente y Egipto y que Alejandría y Egipto, en la época de Cleopatra, al final del mundo helenístico y el comienzo del romano, era una bulliciosa metrópoli multicultural. Pero el mundo antiguo no se puede clasificar con parámetros raciales de la modernidad ni se puede caer en anacronismos. La identidad entonces venía dada sobre todo por la lengua y la cultura, no por el color de la piel: es un mundo que abarcaba desde la blanca Macedonia hasta los reinos greco-indios, la lejana Bactriana, las ciudades del imperio seléucida, la región sirio-palestina, Anatolia o Egipto. Eran muy diversos los fenotipos y los rasgos étnicos, pero quienes que se consideraban helénicos –había muchos escritores de origen semita, por ejemplo– lo hacían basándose en lengua, literatura, arte y religión. Por eso, por eso no se puede reinterpretar tan libremente la antigüedad con los estereotipos actuales de género y raza.

La serie, patrocinada por Jada Pinkett Smith, la esposa del actor Will Smith, constata que, si la hermosura de Cleopatra fue acaso un asunto de Estado en la época romana, ahora es el color de su piel el motivo de disputa ideológica y el campo de batalla entre la gran plataforma de ficción y el Estado egipcio, que ha puesto grito en el cielo porque esta reina sea retratada como negra. Lo cierto es que Netflix se equivoca históricamente –la reina Cleopatra era grecomacedonia y por tanto no negra– pero realmente la cuestión no sería importante si no reflejara, de nuevo, el consabido uso moral de los rasgos físicos, esta vez en un documental con pretendida veracidad. El Consejo de Antigüedades de Egipto, el organismo del gobierno de El Cairo que se encarga del riquísimo patrimonio histórico y arqueológico de este país, ha hecho público un comunicado en el que declaraba que esta serie era una falsificación de la historia de Egipto, mientras que se apropia acusaba a la compañía de apropiación indebida de la cultura egipcia. Incluso Netflix ha sido objeto de denuncias ante los tribunales de ese país.

Lo cierto es que han proliferado las ficciones históricas como Los Bridgerton, María, reina de Escocia, Troya, la caída de una ciudad, Ana Bolena o David Copperfield, donde los cineastas han tomado licencias poéticas para retratar a personajes con actores con rasgos étnicos diferentes a los protagonistas del momento al que se alude. Entendido como licencia artística o libertad creativa, esto no representa ningún problema –aunque Homero o Dickens se hubieran sorprendido–; otra cosa es un documental histórico, donde puede resultar más extraño. En todo caso, incluso para la ficción, esto nos recuerda el viejo debate sobre la fisionomía griega, es decir, si los rasgos físicos pueden cambiar la percepción moral de la historia; si hoy, como entonces –o como en otras épocas de triste recuerdo, muy basadas en maniqueísmos de índole étnica–, qué pueden decirnos el color de una piel o la forma de una nariz, en una ficción o en una recreación camuflada de historia, sobre si los personajes son buenos o malos moralmente. El debate está servido.

UNA MUERTE QUE NO FUE COMO SE HA CONTADO

Hace no mucho el arqueólogo egipcio Zahi Hawass afirmó haber encontrado nada menos que la tumba de Cleopatra, donde unos sacerdotes egipcios habrían depositado su cuerpo, con el de su amado Marco Antonio, tras el suicidio de ambos. Podemos recrear su legendaria muerte, que fascinó a través de la historia, según lo que se sabe de las fuentes históricas, en ocasiones contrapuestas, que traté en su día un texto en «National Geographic», cuyas líneas generales seguiré ahora con matices. En Alejandría, tras la derrota de Actium, la pareja de Cleopatra y Antonio resistía el asedio y comenzó a pensar en quitarse la vida. Cleopatra se había rodeado de sus fieles y, recopilando todos sus tesoros, se atrincheró en el edificio más inexpugnable de su complejo palacial, seguramente el mausoleo de los reyes lágidas. La última noche antes de su muerte, el 31 de julio del año 30, una tensa calma se había apoderado de Alejandría. Las tropas de Antonio eran vencidas y su flota se rendía o más bien se pasaba a Octaviano.

Todos esperaban un inminente desenlace al asedio. Plutarco narra una anécdota fascinante sobre aquella noche y según la cual Antonio oyó una fanfarria dionisíaca alejarse de la ciudad y se dio cuenta de que era su amado dios Dioniso el que le abandonaba y le dejaba de proteger. Antonio se quitó la vida y la reina se encerró en su mausoleo dispuesta a perecer. Entre tanto Octaviano entró en una ciudad rendida y silenciosa y, al enterarse de la situación, concibió el temor de que Cleopatra se suicidara y se llevara consigo sus riquezas en un incendio, privándole del triunfo en Roma. Mandó una embajada de su hombre de confianza, Gayo Proculeyo, que consiguió capturar a la reina viva. El 10 de agosto se produjo una entrevista personal entre Octaviano y Cleopatra, cuyos términos no conocemos. Luego, a la vuelta a su palacio, y tras pedir permiso para visitar los restos de Antonio, la última reina griega de Egipto, con la mayor dignidad, se dio un baño y cenó, entregó un mensaje sellado para Octaviano y se quedó con sus dos criadas de confianza: entonces se suicidó.