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Dinosaurios pop: la fiebre infinita por Godzilla y compañía

El maestro de paleontólogos José Luis Sanz analiza en su nuevo libro cómo la fantasía humana ha sido capaz de recrear mundos perdidos
Así lucía el aspecto de la criatura según la película «Godzilla», dirigida en 1954 por el cineasta japonés Ishiro Honda
Así lucía el aspecto de la criatura según la película «Godzilla», dirigida en 1954 por el cineasta japonés Ishiro HondaArchivo

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El 3 de noviembre de 1954, hace ahora 69 años, se estrenaba en Japón «Godzilla», un dinosaurio radiactivo que va mucho más lejos de la figura del mero monstruo destrozaciudades. Representa, en realidad, una crítica social de dimensiones tan grandes como el bicharraco ante la barbarie de la guerra y, en particular, por el uso indebido de la energía nuclear; recordemos: no hacía ni diez años que Hiroshima y Nagasaki habían sufrido la devastación de «Little Boy» y «Fat Man», respectivamente, y el ejército norteamericano venía de probar una bomba termonuclear en el atolón de Bikini el 1 de marzo de 1954. Pero detrás de la cinta de Ishiro Honda que revolucionó el cine, al tiempo que generó nuevas pesadillas entre los más pequeños, también se encuentra el ejemplo de la repercusión de la paleontología (y por extensión de la ciencia) en la cultura popular; tanto como para levantar todo un género que daba el protagonismo a esas enormes criaturas prehistóricas de las que si hoy tenemos noticias es solo por lo que los investigadores han ido desenterrando y estudiando año tras año.
De ello bebe directamente el Tokusatsu y las «bestias extrañas» («Kaiju») que aparecen en él, como ese otro dinosaurio que también creó Honda, esta vez a todo color, en los estudios Toho: «Rondo. Los hijos del volcán» (1956) se llamó el filme en el que unos pterosaurios emergían de un monte Aso en el que los descomunales huevos habían sido incubados al calor del supervolcán nipón, además, eso sí, de una ayudita, de nuevo, de la tecnología atómica.
Los pterosaurios se abrían hueco en la gran pantalla a mitad del siglo XX, pero su repercusión en las historias de la calle es muy anterior. Se trata de los primeros vertebrados conocidos que adquirieron la capacidad de volar (con una envergadura en sus alas que oscila de los 40 centímetros y los 10 metros). Sus primeros restos fósiles aparecen en el Triásico Superior, hace unos 210 millones de años y todos desaparecen en la gran crisis de extinción masiva del Cretácico Superior, hace 66 millones de años. Hasta 1827 los (pocos) pterosaurios conocidos procedían del Jurásico Superior de las calizas tableadas de Solnhofen, Alemania, y las leyendas de los siglos anteriores ya habían situado al mismísimo San Jorge luchando contra un pterosaurio convertido en «dragón». Hasta King Kong lidió con ellos: uno de los primeros ejemplos cinematográficos de un intento de rapto en el aire de una persona por parte de un pterosaurio aparece en la obra maestra de 1933. Por suerte para Ann Darrow (interpretada por Fay Wray), el gorila llegó antes que el Pteranodon, que no sabemos qué hubiera hecho con ella.
Aun así, el cine de dinosaurios nació en la década de 1910. El año 1914 es memorable: se estrena el primer drama de ambiente prehistórico y la primera película de dinosaurios de animación. El drama fue dirigido por uno de los pioneros del lenguaje cinematográfico, D. W. Griffith, y la película, «Brute Force» (o «he Primitive Man») tiene el honor de contar con el primer dinosaurio animatrónico de la historia del cine, un Ceratosaurus de cartón piedra de movimientos muy limitados.
Sobre todo ello, y sobre muchos más especímenes, escribe José Luis Sanz en «Dinosaurios y otros animales» (Crítica), un volumen que, como su subtítulo anuncia, trata sobre la «paleontología y su impacto en la cultura popular». Una narración de este maestro de paleontólogos −profesor emérito de paleontología de la UAM y académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales− sobre cómo la fantasía humana ha recreado mundos perdidos. Ciencia, historia, cuentos y leyendas componen una obra que no solo se centra en cuestiones cinematográficas, sino que también habla de investigadores que han contribuido al conocimiento de nuestro pasado remoto: de la historia de los seres vivos que poblaron la Tierra hace cientos de millones de años a dinosaurios que se pasean en un Nueva York aterrado o a las mutaciones atómicas que asolan Japón; de esos «pterosaurios» que se llevan a la gente volando por los aires al impacto que la paleontología ha tenido histórica y actualmente en los medios de comunicación de masas.
«La paleontología tiene una dimensión cada vez más patente de lo que podría llamarse ‘‘el ambiente periférico de la ciencia’’. Cualquier disciplina científica actual genera, en menor o mayor grado, un conjunto de información compuesto por ideas y conceptos no contrastados, datos descriptivos obsoletos o imaginados y falsas hipótesis, metodología no científica, y en otro orden de cosas, creaciones literarias o cinematográficas −escribe Sanz−. En paleontología son comunes determinados conjuntos sociales definidos por su afición (a veces desmedida) a animales extinguidos como dinosaurios, pterosaurios, mamuts... o a las ‘‘noticias paleontológicas’’ en general. Todos estos fenómenos obviamente son generados a partir de la información derivada del estudio del registro fósil. El ambiente periférico de la paleontología es realmente complejo y tiene una gran presencia en redes sociales, blogs y, en general, en cualquier medio de comunicación de masas. Este es un libro escrito por alguien que piensa que el conocimiento de la vida del pasado es una de las ramas científicas más apasionantes −continúa−. La paleontología ha generado lo que constituye actualmente un sólido cuerpo de conocimientos sobre la vida en nuestro pasado remoto. Y, además, ha proporcionado la base de esa ‘‘maraña periférica’’ no científica, algunas veces tan divertida y emocionante como la propia ciencia», comenta.
Y ha coincidido en el tiempo el lanzamiento de «Dinosaurios...» con otro título que le va al pelo, «Paleontología pop» (Ariel), de Francesc Gascó Lluna, biólogo y doctor en Paleontología por la UAM que se presenta en el libro como «el niño de los dinosaurios»: «No podía hablar de otra cosa. ¿Qué pedía por Navidad? Dinosaurios. ¿Tenía que hacer una redacción en el colegio? La hacía sobre dinosaurios. ¿Había que dibujar algo en clase de plástica? Dibujaba, obviamente, dinosaurios». Otro hijo de «Jurasic Park». De esa prematura curiosidad ha cimentado una carrera en la que ahora destaca un texto donde plasma esa «deformación profesional» por la que no es capaz llevarse una alita de pollo a la boca sin encontrar semejanzas «con el brazo de un dinosaurio», defiende: «O bien ver unos helechos junto a una acequia y sonreír pensando en la de millones de años que estas plantas llevan en nuestro planeta, con tan pocos cambios. De una manera parecida, sentimos que tenemos la batalla perdida al descubrir una cucaracha en nuestra casa, tras sobrevivir cientos de millones de años».
En ese tono coloquial, el divulgador combina algunos de los secretos de su profesión con las experiencias a pie de yacimiento: invita Gascó Lluna a vivir una jornada de excavación, a explorar los misterios que guardan los fósiles, a conocer la escala de tiempo geológico y la evolución de los seres vivos y a extraer lecturas filosóficas. O desmonta mitos: «El petróleo, al contrario de lo que digan algunos memes, no está formado por dinosaurios. Se formó a partir de acumulaciones de materia orgánica de muchos seres vivos, principalmente plancton y algas, que se acumularon en los fondos marinos hace millones de años. Con el paso del tiempo, esta ingente acumulación de materia orgánica, sometida a altas presiones y temperatura, dio lugar al petróleo», resume.
Tras años de estudiar la diversidad de seres vivos y su evolución, después de acostumbrarse a manejar los millones de años, periodos y extinciones de manera cotidiana, tras experimentar la emoción de excavar un fósil inédito una y otra vez, «no se puede ser la misma persona que antes de empezar el camino», afirma el experto. «Porque cada vez que, trabajando en un yacimiento, desenterramos un nuevo vestigio, estamos siendo espectadores de algo único. Aunque sea un resto de una especie de la que se conozcan decenas de ejemplares, somos los primeros que vemos ese fósil en concreto. Porque cuando murió y quedó enterrado, ni siquiera había personas y, por insignificante que parezca, es más antiguo que toda la historia de la humanidad. Es una pequeña pildorita de humildad», reflexiona esta introducción a la paleontología que conecta el origen y la evolución de los dinosaurios con el mundo de hoy.
Así, el paleontólogo señala al «nuevo mundo» que floreció tras la desaparición de los dinosaurios, cuando «los mamíferos heredamos la Tierra –dice–. Se elevaron grandes cadenas montañosas a la vez que los continentes chocaban, las glaciaciones empezaron a esculpir nuestras montañas y, hace apenas 3 millones de años, los primeros representantes de nuestro linaje se pusieron de pie. Empezamos a fabricar herramientas de piedra, a vivir en grupos, desarrollamos un lenguaje y cierta capacidad de abstracción y simbolismo. Hace apenas 300.000 años se calcula que apareció nuestra especie y, al poco tiempo, nos quedamos solos. En unos cuantos siglos nuestra especie se hizo con el control del mundo. Levantó monumentos, inventó la economía, se preguntó por su lugar en el mundo y por el funcionamiento del universo, empezó a hacer grandes descubrimientos. Pero no todo iba a ser de color de rosa −escribe Gascó Lluna−. También empezamos a creernos que éramos los dueños y señores de este planeta, que nos habían puesto allí los dioses para que hiciéramos lo que se nos antojase. Nosotros, unos recién llegados. Una especie con apenas unos pocos miles de años».

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