Historia

Los últimos de Hiroshima y Nagasaki: saber perdonar como forma de vida

78 años después del bombardeo atómico, un libro de testimonios de Agustín Rivera analiza los ecos personales de la barbarie

Niñas en la cúpula Genbaku en Hiroshima de la exposición "Hiroshima & Nagasaki: cultura de paz"
Niñas en la cúpula Genbaku en Hiroshima de la exposición "Hiroshima & Nagasaki: cultura de paz"Toñi GuerreroToñi Guerrero

El tormento es, quizás, el mayor de los males que sufren los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki, las dos ciudades sobre las que cayeron sendas bombas atómicas hace ahora 78 años. Lo es para Massayo Mori, incapaz de olvidar a la niña que le pidió agua aquella tarde del 6 de agosto de 1945. Su relato en primera persona es el primero de los muchos que ha recogido el periodista Agustín Rivera (Málaga, 1972) en «Hiroshima: Testimonios de los últimos supervivientes» (Kailas), un libro que supone un revulsivo para quienes sobrevivieron a la tragedia.

Convertida Hiroshima en un infierno, Massayo, decidió huir de allí. «Pero cuando salía, oí la voz de una niña pequeña, de unos cinco o seis años, completamente encorvada… Se detuvo para pedirme agua con un recipiente tan roto que no podía contener nada. Era una voz muy débil, muy tenue. Solo la escuché y seguí caminando. No me paré. No tenía agua, y aunque la hubiera tenido tampoco podía saber si la niña habría sobrevivido o no». Y recuerda que no se conmovió, no sintió la necesidad de detenerse. Más tarde supo que no era solo sed, sino que su cuerpo, con quemaduras de tercer o cuarto grado, necesitaba reponer líquidos.

Testigo de excepción

Rivera ha trabajado como reportero y corresponsal en Japón para diferentes medios y se defiende bien en japonés, pero cuenta a LA RAZÓN que buscó un intérprete para sus entrevistas con los «hibakusha», que es el nombre que reciben los supervivientes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. «Necesitaba conocer bien el significado exacto de sus expresiones. Era tan importante como descifrar sus gestos, miradas, carcajadas o lágrimas. Porque, sí, los japoneses lloran». Y en él ese llanto ha dejado huella.

De lo que le contaron podría haber escrito un volumen devastador, centrado en los cadáveres entre los escombros, las gentes carbonizadas o el hedor de la carne humana que, inevitablemente, describen los supervivientes. Pero su idea era bien distinta: «Quise saber cómo eran antes, su primera impresión cuando a nadie se le pasaba por la cabeza que hubiese caído una bomba atómica y cómo se fueron abriendo camino a la vida. Al acercarme a ellos, les impresionó escuchar la palabra ‘‘hibakusha’’ de alguien que habla español. No entendían que pudiese estar interesado en este tipo de cosas».

El resultado es el testimonio de un pueblo que ha preferido que dormite cualquier sentimiento de rencor para dejar a salvo su templanza y la lealtad a la verdad. En esa verdad es donde realmente aparece el tormento. Aquella bolsa de fuego de la bomba que secó el aire, calcinó también muchos corazones y eso es lo que hoy les martiriza. Massayo nunca más volvió a hablar de sus problemas, solo de la niña. «Las heridas corporales –añade en su relato– se curan, en cambio las del corazón, no. Han pasado ya muchas décadas, pero aquello me ha causado una discapacidad emocional. La guerra cambia a las personas. Y muchas perdieron su corazón, su ‘‘kokoro’’».

De los goles del fútbol al grito de los muertos

Agustín Rivera es un periodista de raza, aunque la palabra suene anacrónica. Supo que lo sería cuando, a los cinco años, escuchó cantar goles por la radio. Lleva tres décadas en el oficio y ha sido enviado especial a quince países de cuatro continentes. La primera vez que viajó a Hiroshima lo hizo aconsejado por Manu Leguineche e inspirado por las obras de Tom Wolfe, Truman Capote y Arturo Pérez Reverte. Fue en 1995, coincidiendo con el cincuenta aniversario de la tragedia. Ahí arrancó un periplo atómico que continuó con otros viajes a Hiroshima y también a Nagasaki. Hoy lo culmina con «Hiroshima: Testimonios de los últimos supervivientes».

El sentimiento de culpa por no haber podido salvar vidas, ni siquiera auxiliar a quien estaba en peor situación, se repite en sus páginas con expresiones como estas: «El miedo me congeló las emociones». «Perdí mi humanidad». «La vida me atormenta». Al final, «Hiroshima: Testimonios de los últimos supervivientes» es el reflejo más genuino de cómo transforma la guerra. Incluso soldados que se comportan como monstruos, si no fuera por los conflictos, «serían padres amorosos, hombres normales».

Rivera deja que sean los «hibakusha» quienes compongan la crónica de sus vidas y en la narrativa entreteje sus voces con algunas acotaciones y la descripción de su propia experiencia. «La mayoría de los supervivientes han muerto. Otros tienen la memoria perdida y algunos siguen guardando silencio. Unos pocos se sienten afortunados de poder contar esta historia, aunque no dejan de preguntarse por qué y por qué a ellos», explica.

Maki Junji, un hombre que no levanta más de medio metro y camina con la ayuda de un bastón, le habla mostrándole unos mapas de la época y señalando con su dedo índice cada lugar y cómo era su vida anterior a la bomba, con un conflicto que lo anegaba todo y una vida en la que todo transcurría bajo estrictas instrucciones. Japón les enseñó a ser pacientes, a no desear nada, a trabajar por el país y sentir devoción por él. «Inmediatamente después de la bomba –le cuenta a Rivera– nos dijeron que durante los setenta años siguientes no crecerían ni la hierba ni los árboles, y que los hijos y los nietos de las víctimas se verían afectados por la radiación». Pero Maki se casó y puede decir que nunca ha estado enfermo. La adelfa fue la primera en crecer en los parques de Hiroshima.

Ese brote de vida en la naturaleza ayudó a sobrevivir a Suzuko Numata, una «hibakusha» que tenía cita para casarse el 9 de agosto, el día que cayó la bomba en Nagasaki. Desde la cama del hospital, sumida en su propia desesperación, descubrió unos árboles de parasol chino. De cuatro quedaban tres, muy quemados, pero con unas ramas delgadas y unas pequeñas hojas sobre ellas. Suficiente para entender el mensaje e impulsarle a convertirse en la gran activista que fue. Su voz ha sido decisiva para conocer lo que pasó y exigir con determinación la eliminación del arsenal nuclear del planeta. Merece la pena leer su estremecedora narración y qué ocurrió después de su frustrada boda. También ella tuvo que salir de su adormecimiento psíquico.

Cada crónica tiene la fuerza de ese árbol, el parasol chino, símbolo de cómo mantener la raíz con cicatrices por todas partes. En sus conversaciones, Rivera ha escuchado de forma insistente las palabras vergüenza, vejación y humillación; pero nunca resentimiento, a pesar de los miles de muertos enterrados bajo el Parque de la Paz. El escritor japonés Kenzaburo Oé, Premio Nobel de Literatura en 1994, lo describe en un fragmento que reproduce el reportero: «Vi cosas en Hiroshima que tenían mucha relación con la peor de las humillaciones, pero, por primera vez en mi vida, allí conocí a la gente más digna».

No es la única referencia literaria. El autor ha querido que sirva de impulso para profundizar en este desastre e incluso como bitácora de viaje. «No deberíamos olvidar jamás a los ‘‘hibakusha’’. Sería bueno que todo ser humano visitase al menos una vez en su vida el Parque de la Paz y los museos de la bomba atómica de estas dos ciudades», advierte. También a Massayo le gustaría que la literatura sobre la bomba atómica (‘‘genbaku bungaku’’) se difundiera por todo el mundo para conocer la cultura de la paz. Echa en falta un mayor compromiso de los jóvenes contra la guerra.

Quedan 145.000 ‘‘hibakusha’’ repartidos por todo Japón. La radiación se convirtió en un estigma, en motivo de recelo en todas las áreas de su vida, por los efectos sobre su cuerpo y la salud de las próximas generaciones. Después de mucho tiempo reclamando sus derechos, han conseguido un chequeo médico dos veces al año y una ayuda económica que está entre 30.000 y 100.000 yenes (unos 208 y 695 euros en 2023). Los hibakusha de segunda generación no tienen derecho a estas ayudas, a pesar de que sufren también algunos cánceres y otros trastornos relacionados con la radiación.

«Después de todo, Hiroshima y Nagasaki son símbolos de paz. Y aunque Estados Unidos nunca ha pedido perdón, el pueblo nipón nunca ha guardado rencor. Jamás había ocurrido que dos países hayan pasado tan rápidamente de ser íntimos enemigos a aférrimos aliados». Del libro se desprende una lección de cómo coger la memoria, no por el filo para que hiera sangrante, sino por la empuñadura, para que defienda. «Superarse –subraya Rivera–, sin olvidar que somos memoria».