Historia

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El hombre que buscaba al Yeti

El naturalista Jordi Magraner, que vivió durante años como los nativos en un remoto valle de Pakistán, fue asesinado misteriosamente en 2002

El hispano-francés Jordi Magraner en una de las pocas imágenes que nos han llegado de él
El hispano-francés Jordi Magraner en una de las pocas imágenes que nos han llegado de éllarazon

El 2 de agosto de 2002, el naturalista español Jordi Magraner apareció degollado en el interior de su casa, situada en una aldea del Valle del Chitral, un remoto emplazamiento en la frontera entre Pakistán y Afganistán.

El 2 de agosto de 2002, el naturalista español Jordi Magraner apareció degollado en el interior de su casa, situada en una aldea del Valle del Chitral, un remoto emplazamiento en la frontera entre Pakistán y Afganistán. Junto a él, murió asesinado también un niño de tan sólo doce años que le servía como ayudante. Y pese a que todos los indicios apuntaron a que el doble crimen había sido cometido con nocturnidad y alevosía, las autoridades apenas lo investigaron desplegando sobre el mismo un tupido manto de silencio. Naturalmente, los autores de la dantesca escena quedarán ya impunes para siempre si un milagro no lo remedia. Y entre tanto, cabe preguntarse hoy, más de tres lustros después, si sería posible encontrar una explicación a tan horrendos crímenes. Sea como fuere, habría que remontarse al principio de todo para entender a este personaje asombroso y contradictorio a la vez, cuya historia vamos a relatar ahora.

Jordi Magraner nació en Casablanca (Marruecos), el 6 de diciembre de 1958. De padres españoles, siendo aún niño se trasladó a vivir con su familia a una población francesa cercana a Lyon. A esas alturas ya se había criado en los conflictivos suburbios de su ciudad de adopción, donde nunca llegó a sentirse a gusto del todo. Atraído por los animales y los espacios abiertos de la naturaleza, cursaría finalmente la carrera de zoología. Años después, mientras trabajaba catalogando anfibios en el Museo de Historia Natural de París, le dieron a leer una obra de Bernard Heuvelmans, el padre de la criptozoología, una disciplina dedicada a la búsqueda de animales de dudosa existencia.

Aquella lectura provocó en el joven naturalista un efecto similar al que debió experimentar don Quijote la primera vez que cayó en sus manos una novela de caballerías. Magraner, en su caso, llegó a obsesionarse con la supuesta existencia de homínidos primitivos que merodeaban por las zonas más remotas del planeta. Seres como el yeti, el mítico hombre-mono del Himalaya. Empezó a desligarse así de la ortodoxia científica, hasta granjearse los reproches del estamento académico. Pero lejos de arredrarse, organizó su primera expedición al norte de Pakistán convencido de encontrar allí las huellas del «barmanou», una versión local del abominable hombre de las nieves.

Tras explorar las inaccesibles y salvajes montañas del Hindú Kush, fue incapaz de dar con él pero descubrió la existencia de un pueblo singular rodeado de un halo de leyenda: la etnia de los kalash. Magraner se instaló en aquella región dominada por una comunidad de religión politeísta, cuya hipótesis más sugerente era que sus miembros descendían de los mismos soldados de las tropas de Alejandro Magno. Combatientes que invadieron aquella zona del centro de Asia hace más de dos milenios, instalándose allí tras desposarse con mujeres persas. Indicios de aquella ocupación son hoy el panteón de dioses que algunos comparan con los del Olimpo, el vino que allí se bebe, o la lengua indoeuropea. En todo caso, los kalash conforman una pequeña isla rodeada de un inmenso piélago de vecinos musulmanes.

En la década de los años noventa, Jordi Magraner se integró en la vida de los kalash mientras seguía empeñado en atrapar a la enigmática y escurridiza criatura de sus sueños. Convencido de hallarse cada vez más cerca de ella, incluso en cierta ocasión aseguró haber percibido sus aullidos. ¿Desvariaba acaso aquel hombre, víctima de una posible paranoia? La pregunta ya no importa ante el hecho ineludible de su decisión de permanecer en Pakistán pese a la creciente hostilidad de los extremistas islámicos.

Un espía para los talibanes

Pronto circularon rumores sobre sus excéntricas andanzas por las escarpadas montañas, embutido en su uniforme de camuflaje y con una escopeta de dardos en ristre. Para algunos, Magraner no era más que un enajenado en busca del eslabón perdido; para otros, sin embargo, como las talibanes que controlaban la región, se trataba de un peligroso espía occidental al servicio de los paganos.

La policía le aconsejó alejarse un tiempo de los valles, pero él hizo caso omiso, obsesionado con descubrir al Yeti. Y sucedió lo que muchos temían. Para justificar su muerte por decapitación se barajaron diversas hipótesis, además del espionaje: envidias y celos, deudas con cárteles de drogas y hasta relaciones inapropiadas con menores. Algunos testigos indicaron que, al cabo de una semana de su entierro, llegó al valle un sigiloso extranjero que dijo ser amigo del difunto. Al parecer, este individuo hizo exhumar el cadáver y lo fotografió antes de desaparecer sin dejar rastro. Otro giro inquietante en este insondable misterio...