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Cine

"Frankenstein": la más bella carta de amor al monstruo

Guillermo del Toro estrena su adaptación de la novela de Mary Shelley reivindicando la pureza de las emociones con un fascinante despliegue visual

Jacob Elordi es el encargado en esta ocasión de dar vida al Frankenstein de Guillermo del Toro
Jacob Elordi es el encargado en esta ocasión de dar vida al Frankenstein de Guillermo del ToroNetflix

Había una predisposición al desbordamiento fantástico, una fascinación superlativa por los avances científicos y la evocación premonitoria de un sueño el verano lluvioso en que Mary Shelley se instaló en Villa Diodati –propiedad de Lord Byron– con su pareja, el poeta Percy B. Shelley, y otros compañeros escritores, para crear la obra gótica más icónica de la literatura europea. "Creí ver a un pálido estudiante de artes impías de rodillas junto al objeto que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tras la obra de algún motor poderoso, éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural", llegó a reconocer años más tarde la autora británica sobre ese anhelo proyectado inicialmente en su imaginación que tiempo después recuperaría para construir el nacimiento del monstruo del doctor Víctor Frankenstein.

La historia de ese médico intelectual obsesionado con la búsqueda de conocimiento que ambiciona la creación de una figura perfecta en un intento de rivalidad peligrosamente vanidoso por concederse un supuesto poder sólo otorgado a Dios, está revestida de una hermosísima exaltación continua del parentesco entre la belleza y la muerte, del reconocimiento incómodo pero espiritualmente liberador de la bestia que habita en nosotros.

"Tu respiración es mi respiración", pronuncia la criatura en un momento de la sobresaliente "Remando al viento", cinta dirigida por Gonzalo Suárez en 1988 donde se recrea todo ese episodio de convivencia literaria que sirvió como germen fundacional de la novela de Shelley y de otra obra maestra del fantástico como "El vampiro", de John Polidori. La instalación en el imaginario colectivo de la figura de un hombre inmortal deformado, creado con retales de cuerpos de difuntos, algunos de ellos criminales -una decisión que revela un renacimiento biológico perverso y tierno que únicamente es posible mediante la integración de partes de otros-, concebido como una criatura capaz de desafiar las leyes de la propia finitud humana, propició un sinfín de representaciones culturales posteriores a través del teatro y el cine, siendo concretamente la película de 1931 con Boris Karloff en el inolvidable papel de Frankenstein, el detonante definitivo que activó el afecto por los monstruos de Guillermo del Toro.

Un fotograma de "Frankenstein"
Un fotograma de "Frankenstein"Netflix

Qué agradecido y balsámico y desprendido resulta toparse ahora con una película, en mitad de la saturación demencial y masiva de la cartelera, en mitad de un mundo tan exacerbadamente violento e invasivo como el actual, que revindique por encima de cualquier artificio narrativo o pretensión autoral ombliguista desconectada del presente, el valor y la pureza embrionaria de las emociones, de los sentimientos. Aunque siendo consecuentes con la potencia del material manejado y teniendo en cuenta semejante basamento literario, parecía complicado no acertar.

Shelley tardó un año en escribir "Frankenstein o el moderno Prometeo": comenzó la escritura con 18 y a los 19 recién cumplidos publicó la novela. Del Toro parece haberse demorado un poco más en su adaptación, pero se lo perdonamos a la vista del resultado: "Esta es la película para la que he estado entrenando 30 años", reconoció el cineasta mexicano sobre el que tal vez sea uno de los proyectos más deseados y perseguidos de toda su carrera y que hoy aterriza en salas españolas antes de que el 7 de noviembre lo haga en Netflix.

Hay una constante que se repite en esta exquisita propuesta protagonizada por Oscar Isaac (encargado de dar vida al doctor) y Jacob Elordi (rara vez unas costuras corporales visibles y unas desproporciones estéticas grotescas resultaron tan atractivas) que tiene que ver con esa reivindicación de los procesos de humanización de lo aparentemente abominable, extraño, diferente, que tanto le gustan al realizador y que también estructuran el subtexto de películas como "El espinazo del diablo", "El laberinto del fauno", "La forma del agua" o su anterior trabajo antes de este último, "Pinocchio". Puede residir mucha más concentración de bondad en la figura del que aparenta ser peligroso que en la del que parece que no lo es: debemos temer antes al hombre que al fantasma, viene a decir el director.

Es precisamente en ese subrayado intencionado del surgimiento inherente de los afectos en una criatura físicamente monstruosa con naturaleza violenta, del desarrollo de una poderosa sensibilidad humana a través de la adquisición de conocimiento, del acercamiento curioso a las palabras, a los libros, a los sonidos nuevos, al sol, a las personas y a las emociones que estas son capaces de generar en uno mismo, a la vida -que se abre nuevísima y amenazante por primera vez y aunque pronto se convierte en generadora de dolor, sufrimiento y venganza como consecuencia directa del intento de Víctor por destruir el resultado de su propia creación, también propicia el descubrimiento del amor, de la amistad, de la ternura-, donde la cinta despliega todo un arsenal de arrebatadora intención esperanzadora y de lección visual.

"Tengo miedo de todo", admite en una conmovedora confesión de vulnerabilidad Elordi antes de abrazarse al anciano de una pequeña aldea en el bosque que, tras perder la vista y solamente pudiendo imaginar su forma a través del tacto y la intuición, acepta su compañía invitándole a quedarse con él y ofreciéndole protección, resguardo y una acogida sentimental que Frankenstein no había tenido hasta el momento. "Eres un hombre bondadoso, no necesito verte la cara para saberlo", añade el anciano.

Bondad invisible

La decisión de partir la narrativa de los dos relatos, primero escuchando la versión de Víctor y después la de la criatura, permite a Guillermo del Toro establecer el avance del relato atravesando ambas visiones diferentes para terminar confluyendo en una redención necesaria. Paradójicamente la imposibilidad de morir que tiene Elordi, lejos de percibirse como un deseo apreciado, se convierte en una condena justo en el momento en el que la pérdida de un amor sucede, justo en el instante en el que se da cuenta de que no quiere descubrir la vida en soledad. "Tendrás que vivir", le insta un afectado Víctor incidiendo en la necesidad de que abrace algo de lo que no puede desprenderse -la eternidad- por mucho que el dolor, a veces, resulte insoportable. "Qué mutables son nuestros sentimientos y que extraño es ese amor aferrado que tenemos a la vida incluso en el exceso de miseria", escribe Shelley.

Cuentan que la escritora, en un ejercicio de conservación turbadoramente bello, guardó en un pañuelo de seda durante más de treinta años el corazón de su esposo junto con varios poemas suyos después de su fallecimiento. Lo que no sabía la también dramaturga es que un par de siglos después, Guillermo del Toro, ese otrora niño con tendencia a la incomprensión crecido en el seno de una familia devotamente católica, explorador convencido de universos fantásticos llenos de posibilidad, replicaría la necesidad de volver a escuchar ese latido. El de Percy, pero especialmente el de todos los demás.