Tercios contra samuráis: así se engrandece la leyenda española
Juan Pablo de Carrión, de 69 años, al mando de una pequeña flota con 40 soldados y un puñado de marineros, venció a cientos de piratas en las aguas de Cagayán
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Parecería a priori un combate impensable, como esas películas de “serie b” “Predator vs Alien”, “Godzilla vs King Kong”, “Megatiburón contra crocosaurio”... pero no, fue real, muy real pese a los miles de kilómetros que separaban a ambos y de lo improbable de su encuentro.
Corría el siglo XVI, España dominaba el mundo conocido y tenía presencia en Europa, América, África y Asia. El escenario, las Islas Filipinas, territorio de la Monarquía Hispánica. Enfrente, piratas chinos, coreanos y japoneses, además de los propios habitantes del archipiélago, pero, sobre todo, los temibles samuráis nipones, los guerreros legendarios con fama de invencibles en el campo de batalla, de los que se decía que solo uno de ellos podía derrotar a otro.
Las islas Filipinas estaban en manos españolas pero la situación no era nada fácil. Pese a la toma de Manila en 1571, los ataques piratas eran constantes y España no tenía suficientes hombres para defender tan extenso litoral. De hecho, corsarios chinos y japoneses habían intentando tomar la capital con una flota de 62 barcos y miles de hombres, aunque pudieron ser rechazados por las escasas tropas españolas. La situación se tornaba insostenible, sobre todo por la anarquía que reinaba en un Japón arrasado por sucesivas guerras civiles. Su casta militar permanecía sin empleo. Deambulaban por todo el país samuráis sin dueño ni empresa, abocados al pillaje y la piratería. Eran los célebres «ronin», que devastaban la costa norte de Filipinas desde hacía tiempo. Hasta que las autoridades españolas, naturalmente, dijeron basta.
Según relata Elizabeth Manzo, escritora y orientalista, en la Revista “Ejército” del Ministerio de Defensa, “ante esta gravísima situación, el 16 de junio de 1582 Felipe II recibía una carta del gobernador de Filipinas, Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, en la que le daba cuenta de la necesidad de combatir a los piratas nipones y expulsarlos definitivamente del archipiélago, misión que se encargó al siempre tan dispuesto como desafortunado Juan Pablo de Carrión, quien ya a sus 69 años recibió una exigua flota de siete barcos: el navío San Yusepe, una galera llamada Capitana y cinco fragatillas o embarcaciones menores, con alguna gente de mar y unos 40 hombres de armas, pues no más de 500 españoles conformaban toda la tropa de la que Felipe II se servía para el control del archipiélago filipino”.
Aquella flota llegó a Filipinas al mando de Juan Pablo Carrión, nacido 69 años antes en la localidad palentina de Carrión de los Condes dentro de una familia hidalga con vocación militar. Desde pequeño, pareció así predestinado para la gloria en una época en la que España alcanzaba su cénit como nación. Pero su vida había sido hasta entonces una sucesión de decepciones y ocasiones perdidas. Como otros muchos jóvenes de su generación, Juan Pablo de Carrión viajó al Nuevo Mundo para forjarse como militar. Su primera gran oportunidad se le presentó al ser elegido timonel de una expedición a las islas Filipinas, cuya finalidad era establecer en aquellas islas un nuevo asentamiento que sirviera de base para acceder al comercio con China y Japón.
Lograron llegar hasta allí, pero el objetivo de la expedición se malogró por culpa de los nativos hostiles, el hambre y los naufragios. A diferencia de muchos compañeros suyos, Carrión salvó la vida y pudo regresar a España, aunque con el estigma del fracaso grabado a fuego en su ánimo. Aun así, era todavía joven y pensó que ya tendría otras ocasiones para desquitarse.
Tras dos matrimonios fallidos, problemas con la Inquisición, un nuevo viaje a Nuevo México y otras desdichas que parecían confirmar su trágico destino, le llegó su oportunidad: corría el año 1582 y para expulsar a los temibles piratas se requería a un tipo duro sin nada que perder y nadie mejor para dicha tarea que Juan Pablo de Carrión. Era poco probable que se le presentase otra oportunidad como aquella para alcanzar la gloria, la muerte o ambas.
De este modo, reclutó enseguida a cuarenta soldados de los Tercios y reunió las mencionadas siete embarcaciones que zarparon hacia las islas Filipinas y, más en concreto, a la región de Cagayán, al norte de Manila.
Al poco de arribar a la costa del archipiélago detectaron un gran junco japonés que acababa de arrasar la costa, así que la galera “Capitana” fue a interceptarlo y al llegar a su altura disparó sus cañones provocando los primeros muertos y heridos entre los saqueadores; tras la primera andanada artillera se inició el abordaje, al frente del cual iba directamente el propio Carrión. Sin embargo, lejos de arrugarse, los piratas nipones repelieron el asalto y llegaron incluso a abordar el buque español, de tal modo que los españoles hubieron de dar marcha atrás y escapar.
Para recuperar la iniciativa, los hombres de Carrión formaron una barrera defensiva en la popa, con los piqueros delante y arcabuceros y mosqueteros detrás. Según cuentan las crónicas, Carrión cortó la driza de la vela mayor, que cayó sobre cubierta creando una trinchera tras la que parapetarse. Desde esta posición, y gracias a la fortaleza de sus armaduras y la eficacia de los disparos de las armas de fuego, pasaron al contraataque. En el cuerpo a cuerpo los tercios se mostraron imbatibles e hicieron recular a los samurais.
En esas estaba el combate cuando otro de los barcos de la Armada, el San Yusepe, disparó contra el barco japonés y acabó con los tiradores que aún hostigaban a la Capitana. Ante tal coyuntura, los guerreros nipones emprendieron la huida saltando al agua, Muchos de ellos murieron ahogados arrastrado al fondo por el peso de sus armaduras.
Tras este primer combate, puso Carrión proa hacia la desembocadura del río Tajo o río Grande de Cagayán pero antes de llegar a su destino se encontró con los 18 sampanes de Tay Fusa, que había construido además fortificaciones en la desembocadura del río, contando en total entre 600 y 1.000 hombres. Los piratas estaban en ese momento saqueando una población, por lo que Carrión se dirigió hacia ellos y consiguió atraerles río adentro, lejos de sus posiciones ventajosas. Fue en ese punto donde ambas flotas se lanzaron al combate artillero, manteniendo la distancia, aunque fueron los cañones españoles los que decidieron la batalla en su favor, dejando unos 200 muertos entre los nipones.
Sin embargo, la posición no era muy favorable para los españoles, pues los japoneses ocupan posiciones en tierra bien defendidas y, además, La Capitana se encontraba dañada, por lo que Carrión ordenó a sus hombres desembarcar y hacerse fuertes en un recodo del río, apostando los cañones del barco apuntando hacia las posiciones enemigas.
Pese a la inferioridad numérica de los tercios y marineros españoles, su mejor oficio en el combate llevó a los samurais a negociar una rendición, pero ante la negativa de Carrión a pagar un rescate a cambio de que se marcharan, los japoneses se lanzaron al asalto de la posición defendida por los españoles, amparándose en su enorme superioridad numérica frente a los defensores: entre 400 y 800 piratas contra 40 soldados y 20 marineros. Pero la profesionalidad en el combate de los nuestros volvió a ser una baza fundamental y la trinchera aguantó sus dos primeros asaltos. El tercero, ya a la desesperada, sería el definitivo: escasos ya ambos contendientes de pólvora y de fuerzas, se llegó a la lucha cuerpo a cuerpo que se saldó, una vez más, con victoria española. El hábil manejo del acero toledano de sus espadas se mostró superior a los golpes de katana nipones y la fortaleza de las armaduras hispanas más efectivo que las japonesas, que dejaban más partes del cuerpo al descubierto.
Aunque los españoles habían perdido ya al menos una decena de soldados, las bajas japonesas eran mucho mayores, con lo que emprendieron la retirada final, perseguidos por los españoles que, envalentonados, aun les causaron más bajas a los guerreros samuráis. Los españoles se hicieron con las armas japonesas que habían quedado sobre el campo de batalla como trofeo, incluidas katanas, cascos decorados con motivos terroríficos para asustar al rival, puñales de hoja corta conocidos como tanto, armaduras...
Carrión fundaría años después una ciudad en Filipinas, llamada Nueva Segovia, y desde entonces ya nunca más se volvió a saber de él.
Según relata Manzo Carreño, “estos combates, en que los españoles sufrieron una veintena de bajas e infligieron cerca de 800, suponen el único encuentro en la historia entre los afamados samuráis y combatientes occidentales. De resultas de los mismos y con las excepciones naturales, la actividad japonesa en esta área del norte de Filipinas prácticamente desapareció y Japón no volvería a suponer una amenaza contra los tagalos durante los siguientes casi 400 años, hasta la Segunda Guerra Mundial”.