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Más godos que Romanos: lo que le debe la cultura europea a los bárbaros

“Al contrario de lo que se suele pensar, la cultura de los pueblos bárbaros fue tan importante como la romana a la hora de establecer los pilares de Europa, tanto en la época medieval como en la actualidad”
Saqueo de Roma por los bárbaros en 455 e. c. Óleo por Karl Bruillov
Saqueo de Roma por los bárbaros en 455 e. c. Óleo por Karl Bruillov Galería Tretyakovy, Moscú.
La Razón
  • Yoel Meilán

    Colaborador

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En el libro «Historia de los Pueblos Bárbaros de Europa» los historiadores Gonzalo Rodríguez García y Daniel Gómez Aragonés tratan de dar relevancia a los pueblos bárbaros, que más allá del cristianismo o la romanidad, representan por sus propios méritos uno de los pilares clave sobre los que se sustenta la cultura europea. Buscan conectar el mundo actual con esa Europa antigua, de druidas, guerreros honorables y bosques mágicos que se extendían por todo el continente, plagados de criaturas oníricas y bestias salvajes. La mitología de estos pueblos, su forma de entender el mundo y su evolución histórica han dejado una herencia imborrable en el continente que, de acuerdo con estos dos académicos, nos permite conocernos a nosotros mismos «a través de uno de los procesos históricos fundacionales de Europa». Un proceso capaz de acercarnos a una suerte de «patria originaria». El libro, dividido en los dos partes «Los bárbaros frente a Roma» y «Los bárbaros contra Roma», se enfoca en narrar la importancia de los mitos bárbaros y su política a la hora de construir nuestra realidad.
Entrando en la primera parte, esta narra cómo la influencia en la creación de la identidad europea de los pueblos más allá de las fronteras de Roma comenzó mucho antes del fin del debilitado Imperio, en los principios de su interacción. Uno de los eventos más importantes que destacan los autores es el saqueo de Roma a principios del siglo IV A.C por parte de un contingente de pueblos celtas liderados por el caudillo Breno. Este acto, que acabó con la rendición de la urbe latina y el pago de un tributo de mil libras de oro a los celtas, dejó una profunda marca en la historia. Breno, orgulloso, fue descubierto por los ciudadanos de Roma con una balanza manipulada para cobrar más. Cuando fue increpado comenzó a reír de forma sonora, desenvainó su espada y la colocó sobre la balanza. «Vae Victis» («Ay de los vencidos»), pronunció al hacerlo, dejando claro que su victoria era completa y que haría cuanto gustase.
Este suceso se complementa con el asalto, un siglo después, de los celtas al oráculo de Delfos, en Grecia, que se saldó con una victoria griega por la mínima gracias a una serie de sucesos naturales como un pequeño terremoto y una tormenta que aterraron a los bárbaros y les hicieron flaquear. Si no hubiese sido por estos episodios, el mayor de los oráculos de Grecia hubiese sido saqueado y probablemente destruido.
Estos dos acontecimientos construyeron una imagen concreta de los pueblos más allá de sus fronteras para el mundo grecolatino. Una división que recogería la historiografía hasta la actualidad, consistente en un mundo «civilizado de griegos y romanos frente a un mundo primitivo, tribal, destructor y feroz», en palabras de los autores. Y es que los romanos y griegos, aunque en especial los primeros, comenzarían a justificar sus ataques contra estos pueblos como una necesidad para su defensa, una suerte de ataque preventivo. En palabras de Gonzalo Rodríguez García, «leyendo a historiadores romanos, llegará a dar casi la impresión de que el Imperio Romano, hasta cierto punto, se levantó en defensa propia: “Si vis pacem, para bellum”».
No obstante, al pasar los años, las figuras de los guerreros bárbaros, su honor y sus actitudes comenzarían a calar entre la sociedad romana. Siempre, por supuesto, después de haberlos derrotado. Figuras como Vercingétorix, que luchó contra Julio César en las Galias (58-52 A.C), la reina rebelde Boudica, que se levantó en armas en las Islas Británicas para vengarse del salvaje trato que se le dio a su familia (60-61 D.C), o el invencible Viriato, que derrotó siempre a Roma hasta que fue traicionado por sus propios hombres (147- 139 A.C) se convirtieron en leyendas en el imperio a partir del siglo II (d. C.).
Los historiadores romanos de aquel momento utilizaron las nobles acciones de estos líderes bárbaros para criticar la «decadencia moral de Roma». Vercingétorix prefirió entregar su vida y honor como guerrero para tratar de salvar la vida de sus hombres, aunque no lo logró. Boudica se suicidó tras ser derrotada por Suetonio, prefiriendo la muerte antes que el deshonor y la vergüenza. Viriato, por su parte, luchó hasta en las situaciones más desesperadas con honor y tan sólo fue derrotado en su espíritu guerrero por una traición de sus amigos provocada por el cónsul Quinto Servilio Cepión, cuyas arteras acciones le ganaron el desprecio de sus compatriotas.
La forma en la que estas figuras fueron recogidas por la historia romana les dio un carácter épico, que los convertiría, principalmente en el siglo XIX, en las grandes figuras nacionales de Francia, Inglaterra y España. Su honor, la actitud del guerrero, inspirarían la ética de los caballeros medievales, entregados y dispuestos a la muerte antes que la ofensa. Algo muy alejado de la forma de ver el mundo de un ciudadano del imperio. Sus acciones, junto con los mitos bárbaros de elfos, druidas y magia obscura, «inspiraron los cantares de gesta y el ideal del guerrero caballeresco». El segundo de los aspectos a tener en cuenta son las invasiones bárbaras al Imperio. Durante los siglos IV y V Después de Cristo, decenas de pueblos bárbaros asaltaron las fronteras del Imperio y se instalaron dentro mediante acuerdos de «foederati», que establecían que podían vivir en las fronteras a cambio de participar en el ejército romano y dar ciertos tributos.
La nueva organización política derivada de la entrada de estos pueblos en las fronteras imperiales quebró las antiguas lealtades, que pasaron de ser a un imperio, a un caudillo. Los líderes bárbaros se convirtieron en las nuevas autoridades, basando su poder en la posesión de la tierra y el control de un ejército, y no en instituciones generales como el Senado. La «lealtad-fidelidad», antecedente del vasallaje, sustituye a la antigua institución romana. De la misma manera, estos pueblos «no-romanos» fueron paulatinamente adoptando el cristianismo como su religión, dejando vía libre a la que la Iglesia, tras la caía del Imperio de Occidente, ocupase el papel de principal organizador de la nueva Europa. Pocas cosas más características del medievo que estas.
Si bien el libro se focaliza en numerosos países conviene, en este caso, por cercanía, destacar el caso de España. Y es que el Reino Visigodo de Toledo es, con mucho, una de las grandes inspiraciones de la forma en la que se concibe España. Como muy bien recalca Daniel Gómez Aragonés: «¿Cómo entender la Reconquista sin el Reino Visigodo de Toledo?». La idea de una España unificada, con una identidad concreta, y fuera de una división provincial como la romana, es naturalmente goda. Tiene su origen en el reinado de Suintila (621-631) que logró unificar toda la península bajo una única autoridad política y una única religión, en este caso, el catolicismo. Ya lo recalcaba, como también hacen mención los autores, San Isidoro de Sevilla en «Historia Gothorum» (Historia de los godos) –para muchos el mito fundacional de la idea de una España unificada– al afirmar que el destino natural de España era unificarse en un único estado cristiano. Más aún, y es que un asunto como la Reconquista no puede ser entendida sin primero la pérdida. En este caso, la pérdida del Reino Visigodo que, según las leyendas, cayó casi en su totalidad ante los musulmanes tras el 711, resistiendo, en especial, un noble godo llamado Don Pelayo, refugiado en Covadonga. Este mito dará origen a la Reconquista, los cantares como el Mío Cid, la idea de unificación de los Reyes Católicos y y numerosos aspectos más que, por ser demasiados, no se pueden mencionar.
En resumen, como afirmaron los autores en la presentación de esta obra, el libro representa una “aventura bárbara” para conocer la influencia de unos pueblos históricamente olvidados, pero absolutamente relevantes, que representan el sustrato de la civilización europea occidental. Visto así, y lo importantes que son y han sido estos pueblos, este libro es muy bárbaro.
A mediados del siglo V, cuando el Imperio Romano de Occidente se acercaba a su final por las luchas intestinas, se produjo un suceso paradigmático que marcó un cambio radical en el destino de Europa. Atila el Huno, el “Azote de Dios”, al mando de su horda nómada, fue derrotado en la Batalla de los Campos Cataláunicos (451) por una unión del rey visigodo Teodorico I y el general romano Flavio Aecio. De esta manera, dos enemigos históricos se unieron para enfrentarse a lo que consideraban el salvajismo y la barbarie. En nombre del cristianismo y de una identificación con lo propio, en este caso, el continente europeo, se derrotó a los hunos y se frenó lo que parecía un avance imparable desde las estepas mongolas. El futuro reino de Francia, o el reino visigodo de Toledo, reclamarían para si el honor de haber salvado Europa de los extranjeros. No es de extrañar que en la primera Guerra Mundial el ejército francés apodase a los alemanes “hunos”, recordando aquella lucha definitoria para Europa que consolidaba la construcción de un “nosotros” europeo para los pueblos bárbaros. Pese a que Roma caería pocos años después, la idea de Europa continuaría.