De Timarete a Calipso: ¿por qué se han ocultado a las mujeres pintoras griegas?
Un libro reúne todos los testimonios que todavía quedan que hacen referencia a las mujeres que se dedicaron al arte en la Grecia antigua, una época marcada por la preeminencia de los hombres artistas
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Hay diversas leyendas acerca del nacimiento de la pintura, y noticias en la antigüedad, siglos antes de las «Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos» de Giorgio Vasari, en la antigüedad griega que nos evocan un mundo muy diferente al de los artistas divinos del Renacimiento. El de la pintura es un mundo de un arte que entonces era más bien artesanía y que no provocaba en los autores de la Antigüedad clásica, desde Platón y Aristóteles, demasiada pasión ni entusiasmo. Para Platón era una mala mímesis: y es que si nuestro mundo sensible no era sino una imitación de aquel prestigioso mundo de las ideas, el inteligible, no tenía mucho valor, hacer la «copia de una copia», como dirá siglos más tarde el neoplatónico Plotino. Pero lo más interesante acaso, desde la perspectiva actual de la historia de las mujeres, es que hubo una nutrida nómina de pintoras y que, además, la invención de la pintura se debía según algunas noticias, que transmiten Plinio el Viejo y Atenágoras, a una mujer. La causa primera fue su enamoramiento de un joven. Veamos lo que dice Plinio en su Historia Natural: «Butades de Sición, ceramista de arcilla, fue el primero que inventó en Corinto el arte de hacer retratos con arcilla, que hasta hoy es utilizado. Sin embargo, es gracias a su hija, y al amor con un joven que partía a un lejano viaje, pues dibujó los contornos de las líneas, en la sombra de su rostro proyectado en una pared por la luz de una lámpara. Luego el padre aplicó arcilla en las líneas, e hizo un modelo que luego puso al fuego con otras cosas de cerámica. Se ha informado de que estas primeras obras se guardaban en el ninfeo hasta la destrucción de Corinto por Mummio». La anécdota se quiere hacer remontar nada menos que al siglo VII a.C., a la edad de las tiranías de la Grecia arcaica.
Así que para Plinio la pintura nació como una técnica inventada precisamente por una mujer. Y no es de extrañar, pues también a las mujeres estaban destinadas otras artes que entonces eran menores pero que luego se han convertido en las artes plásticas por excelencia: con excepción de la escultura, nunca cultivada por las mujeres en la antigüedad, la historia de la pintura antigua es la historia de una invención femenina. De hecho, se conservan noticias variadas sobre una serie de legendarias pintoras de cuyas obras queda muy poco rastro y que casi son solo nombres para nosotros. Por eso, estamos de enhorabuena porque hoy se ha intentado recuperar ese legado en un libro espléndido a cargo de los historiadores del arte Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira Barba, titulado «Mujeres artistas de la antigua Grecia. Creadoras ocultas entre diosas y heroínas» (Reino de Cordelia, Madrid, 2024). El libro propone un interesante recorrido por los testimonios de la creatividad artística femenina en la antigua Grecia, desde el arte del bordado y el tapiz hasta la pintura, tanto sobre cerámica como sobre tabla o fresco. La evocación de los orígenes de la pintura y de la figuración sobre tela como un arte eminentemente femenino, bajo los auspicios de la diosa Atenea, acompaña al recorrido de los autores, a partir de las fuentes literarias grecolatinas, sobre todo, y también en una indagación que recoge diversas fuentes iconográficas sobre las mujeres artistas y sus obras.
La creatividad artística femenina ha estado desde la antigüedad vinculada a unas artes más que otras, a la pintura, por ejemplo, más que a la escultura. Merece la pena abordar el análisis de las artistas, de ecos escasamente conservados pero muy relevantes, que marcan en cierto modo la tradición de la historia de la pintura antigua. Las primeras artistas a las que se puede hacer mención aparecen ya en los poemas homéricos: son las tejedoras de tapices, muchas veces simbólicos y alusivos. Hay que recordar cómo en la «Odisea», al llegar a la isla de los feacios, Ulises es recibido en un palacio magnífico en el que hay mujeres fabricando lienzos. Se utiliza también, para ejemplificar a las tejedoras, a la propia Penélope, esposa de Ulises, con su argucia regio-política del tapiz que le ayuda a ganar tiempo ante los pretendientes. El tejido y el arte de realizar hermosos tapices era patrocinio de la diosa Atenea, a la sazón diosa de la política, de donde procede, de hecho, una de las más antiguas metáforas para el ejercicio de la política. El tejido como arte del gobierno, y específicamente del modo de gobierno democrático de la antigua Atenas, se ve en «Lisístrata» de Aristófanes o en el «Político» de Platón. No solo las feacias o Penélope aparecen en el libro, hay otros mitos de tejedoras de lienzos muy diversos, desde Aracne y Perséfone al terrible mito de Procne y Filomela, que simbolizan bien el prestigio femenino de estas telas y bordados con variadas figuraciones, como el mito de Ariadna en Catulo o las alusiones en Filóstrato, frente a las «ekphraseis» o descripciones de otras obras de arte en la épica, como los escudos de Aquiles o Eneas en Homero y Virgilio, que evocan las artes eminentemente masculinas de la forja.
El libro de Carrasco y Elvira sigue adelante con la historia de la pintura helénica, desde sus orígenes legendarios ya citados, con el caso de la joven Corintia, hasta las mujeres que aparecen en Plinio como una suerte de «canon» de las seis pintoras griegas: Timarete, Irene, Calipso, Aristarete, Laya y Olimpiade. A estas pintoras suman los autores dos más, de entre las que merece la pena destacar a Elena la egipcia, a la que hay quien atribuye un cuadro que puede haber tenido una honda repercusión en la historia del arte antiguo: la «Batalla de Issos», en honor al combate que mantuvo Alejandro contra los persas de Darío III, que se dice que fue encargado por Ptolomeo I y que luego pasaría a Roma para ser colgado en el Templo de la Paz. Hay quien piensa que este cuadro sirvió de modelo al famoso mosaico de Alejandro descubierto en Pompeya y que hoy puede verse en el Museo Arqueológico de Nápoles. Pero esto es solo una sugerente hipótesis, que atribuye nada menos que a esta pintora el más célebre modelo pictórico helenístico del arte antiguo. También se cita a Irene de Atenas como pintora relacionada con el mundo de la comedia: parece que el padre de Irene era pintor y se llamaba Cratino, aunque otros afirman que este nombre corresponde al autor de comedia homónimo. Es sintomático que muchas de estas pintoras pertenezcan a una familia de artistas, como sucede, por cierto, en ciertas escuelas filosóficas, como la platónica, en la que la sucesión en las cátedras también hace partícipes a las mujeres, sobre todo, en la edad tardía, de la herencia del saber relacionado con sus padres, hermanos o hijos (así pasa con la famosa Hipatia o con Sosipatra).
Fue importante la escuela pictórica de Sición, a la que pertenecen algunas de las pintoras mencionadas por Plinio, muchas de época helenística, lo que da fe de la vivacidad artística de la citada ciudad. En fin, otras anónimas pintoras que se abordan en el libro son también aquellas que aparecen pintadas a su vez: se ve esto en algunas pinturas murales pompeyanas, que reflejan a las mujeres en el acto de pintar, como un fantástico fresco que se encuentra también hoy en el Museo Arqueológico de Nápoles. La pintura femenina ya es aquí, en cierto modo, metapintura y muestra que, por excelencia, era este un arte con nombre femenino y con ejecutoras también femeninas, según diversos testimonios. El epílogo de este magnífico libro nos lleva casi a las puertas del Renacimiento –anticipo de Vasari en versión femenina– cuando alude a la recepción de esta tradición de las mujeres artistas por Boccaccio, que abre las puertas del humanismo.