Lapido: "Quiero creer que este neopuritanismo desaparecerá aplastado por el peso de su propia estupidez"
El compositor granadino publica su noveno disco, «A primera sangre», cuyo nombre coincide con el de la gira española que arrancará en abril en Murcia
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José Ignacio García Lapido, Lapido, con casi 25 años de sólida carrera musical a sus espaldas, presenta nuevo disco, el noveno ya: «A primera sangre». Y como si fuera el primero, como si de un regalo de los dioses se tratase, se muestra entusiasmado con él: «No puedo estar más orgulloso de la colección que he conseguido, del trabajo de los músicos que han tocado conmigo y de la producción de Raúl Bernal. Todo se ha conjuntado para que considere este nuevo disco como algo muy especial». Y añade que «no quiero caer en ese tópico a la hora de promocionar un disco de decir que es lo mejor que has hecho nunca, pero sí puedo asegurar que todos los que hemos participado en su grabación (los músicos, el productor, el técnico…) hemos coincidido en que este disco reúne una colección de canciones sobresaliente, y la forma en que han sido interpretadas nos ha emocionado a todos. Eso es así. No solemos ser muy expresivos a la hora de reconocer nuestros propios logros, nuestras pequeñas victorias, pero en este caso me fijé en las caras de la gente que estaba en el estudio cuando escuchaban los resultados finales por primera vez y eran muy significativas sus expresiones. Estaba sonando algo grande».
Venía ya Lapido de formar parte del mítico grupo 091 durante 14 años en los que, como es lógico, «te acostumbras a un tipo de funcionamiento que es distinto al de un artista en solitario. En 091 yo era guitarrista y compositor, pero en la etapa que empecé en solitario, en 1999, era también el cantante. El foco de atención se centraba únicamente en mí, no como en 091, que se dividía entre los cinco miembros. Todo eso requiere un proceso de adaptación. Y al público también le cuesta. Tiene unas expectativas relacionadas con lo que conoce de antes. Esa etapa duró poco porque las circunstancias te obligan a asumir retos y a superar miedos escénicos. Ahora, después de tantos discos como he grabado y tantos conciertos, el público sabe diferenciar». Pero la carrera de Lapido en solitario es una ya de sobra consolidada, alejada de aquel grupo de culto («una etiqueta que nos persiguió siempre pero que no fue buscada por nosotros») que se mantuvo siempre fiel a sus principios. «No estuvimos nunca dispuestos a que esa mayor repercusión llegara por adaptar nuestra música a las corrientes de moda de cada momento», explica el músico.
«Nos mantuvimos firmes y eso quizá jugó en contra de nuestra suerte comercial. Pero eso es el pasado remoto». Y así continúa en este presente, fiel a ese anteponer sus necesidades expresivas y creativas a cualquier exigencia comercial. «No niego que habría estado genial vender cientos de miles de discos, pero eso depende de factores externos que no se pueden controlar. Yo me hago responsable de mis canciones, de las palabras, de los acordes, de los sonidos…». Y hablando de palabras, piensa Lapido en sus influencias como letrista: «Siempre he dicho que las lecturas que haces de joven son las que te acompañan más profundamente el resto de tu vida», dice, «y en mi formación como letrista tuvieron mucho que ver esas lecturas juveniles de San Juan de la Cruz, Calderón, Kafka, Walt Whitman, Chejov, Lorca, Borges, T. S. Eliot y tantos otros. Y de importancia capital, sin duda, fueron las canciones que escribieron artistas como Dylan, Leonard Cohen, Lennon & McCartney, Ray Davies, Chuck Berry y tantos otros».
¿Y a quién admira Lapido? «Me gustan letristas muy variados, pero para admirarles me tiene que gustar la música también. No separo una cosa de la otra. Las canciones de Sisa, Vainica Doble, de Burning, de Veneno, de La Banda Trapera, de los Ilegales, de Josele Santiago, por supuesto de Quique González, de Doctor Divago, Fernando Alfaro… Diego Vasallo está escribiendo cosas muy buenas. Raúl Bernal, mi productor, en su faceta como músico y letrista es genial. Chencho Fernández escribe muy bien».
No cree que el rock adolezca de mala salud en nuestro país («hay que diferenciar la repercusión mediática y pública que pueda tener un género de su importancia artística») en vista de los excepcionales discos de rock que se siguen publicando, «tanto de grupos y artistas consagrados como de grupos jóvenes. Eso es innegable. Como también lo es que el rock ya no es el faro generacional que fue en su época dorada, los 60 y 70. Pero debemos aprender a disfrutar de la música sin ese tipo de condicionamientos. En otros géneros como el jazz o el blues nadie se pregunta por la edad de los intérpretes, ni si tienen éxito en las listas de ventas. La gente que sigue esos géneros aprecia en ellos su calidad musical, su expresividad y su verdad artística. Con el rock debiera ser lo mismo». Y es que en todo este tiempo, desde que en 1981 grabase su primer disco, los cambios han sido muchos: «La industria, la forma de consumo, todo… Me he tenido que ir adaptando a esos cambios para sobrevivir. Esto es darwinismo musical. El que mejor se adapta es el que sobrevive. Desde 2005 autogestiono mi carrera. Fue ese año cuando creé Pentatonia Records y desde ahí intentamos seguir siendo libres capeando el temporal».
No es de extrañar que los nuevos tiempos, este exceso de corrección política asfixiante, el auge de la cultura de la cancelación, le resulte a Lapido algo inaudito: «Es una especie de neopuritanismo, pero en vez de venir desde posiciones conservadoras o eclesiásticas, como en el pasado, nos llega desde posiciones de izquierda. Presunta izquierda, matizaría yo. No logro entenderlo. Si empezamos a proscribir autores porque ofenden a este colectivo o a este otro, o porque una vez hicieron algo que a alguien no le parece bien; si empezamos a reescribir libros infantiles o hacer listas de libros que no pueden estar en las bibliotecas públicas por esto o por lo otro, no es que esté en peligro la libertad de expresión, es que está en peligro la inteligencia misma y la grandeza de la creación artística e intelectual. Es una corriente que viene de EE.UU., y ya se sabe que lo que viene de allí tiene una gran capacidad de contagio en todo el mundo. Lo bueno y lo malo. Quiero ser optimista y quiero creer que será un movimiento efímero y que desparecerá pronto, aplastado por el peso de su propia estupidez».
Por Javier Menéndez Flores
Agonizaban de la mano un siglo y un milenio cuando José Ignacio Lapido, combustible de 091, se lanzó a defender con su solo nombre unas canciones que, entonces, le parecían su techo. Fue una sobredosis de temeridad, algo así como caminar sobre brasas con los pies untados en ginebra: si vienes de una banda «de culto», denominación de origen que oscila entre la leyenda y la maldición, entre las alas del águila y el ancla pesadísima, y abres una trocha en solitario, te expones a que tus fieles conspiren para destronarte. Más aún si los himnos con los que crecieron o se enamoraron llevan tu firma. Porque cada vez que en una habitación o en un bar aúlla la sirena de los Cero, en el momento en que arranca como una detonación una de sus imperiales canciones, una espuela pica el corazón de alguno de los miles de apóstoles que tienen diseminados por todo el país y que saben que las listas de éxitos son el antónimo exacto de la justicia artística, si es que tal cosa existe.
Pero el talento es como esa lengua de agua desmelenada que consigue penetrar en el último resquicio de un resquicio, y a la naturaleza lapídea del apellido de este artista hay que sumarle el oro de sus dones. Pues fue el talento en sangre viva lo que hizo que no tardase en obtener el plácet ansiado y que su público le permitiera mostrar más de su yo presente, aunque a cambio tuviera que entregarle jirones del tótem. Ser titán para tantos debe de pesar un huevo.
Lapido atesora una obra mayúscula, de solista de singular vigor y genio, en la que el prestigio sigue mirando desde arriba a la respuesta comercial. Pero qué son los discos de platino y tus canciones dando el coñazo en la radio a todas horas al lado del amor para siempre de una hermandad cohesionada por la veneración absoluta hacia tu persona. Y aunque el pop hace ya siglos que monopolizó las emisoras y el trap haya irrumpido en los colegios e institutos como una asignatura más, si le dais a Lapido una SG notaréis que el mundo tiembla bajo vuestros pies igual que un terremoto naciente. Y ahí tenéis una definición inequívoca de lo que es y será siempre el rock, más allá de las fútiles modas.
A veces, el pasado lo visita sin avisar y su cabeza la ocupa enteramente Joe Strummer, aquel lobo número ciento uno –o el primero, quién sabe– que, devorado por un particular síndrome de Stendhal, puso su sabiduría al servicio de unos muchachos que lo único que habían hecho hasta entonces era enterrar coches. Pero al abrir los ojos, Lapido está de nuevo en el reino de Pentatonia, donde el sol nunca claudica, ni siquiera de noche, y donde su trabajo consiste en arrancar de sí esos versos y notas que le suben la fiebre y que son como lava en el estómago. Un día tuvo la ocurrencia de tumbarse en el suelo sólo para oír crecer la hierba y lo que escuchó fue la atronante digestión del siglo XX, tan sangrienta, tan inhumana. Y entre la fascinación y el terror, visualizó un millón de estampas del bien y el mal y entendió lo solos que estamos los hombres en mitad de la nada, y lo contó.
«A primera sangre» es una frase hecha, pero nos habla de un desafío, una contienda y una herida, y en esas tres imágenes vemos el olor a pólvora y salitre de la épica, la grandeza de la especie, que debe colisionar para ascender. Y si la vida es mala –«y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada»: Lorca–, bailemos desesperadamente para espantar a los demonios. Justo hasta que la sangre aparezca.