Fernando Marías, el amigo sin fin
El guionista y escritor, ganador del premio Nadal en 2001, falleció en la noche del sábado a los 63 años
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Estoy muy triste. Se me caen las lágrimas tan de corrido que no me da tiempo ni a secármelas con el dorso de la mano. Me siento una niña huérfana y, sin embargo, no quiero permitirme toda esta tristeza. El sábado, antes de que Fernando Marías muriese, Juan Bas, su mejor amigo, su amigo de Bilbao y del alma, me dijo que había ido a comer con su ex y que habían pasado el almuerzo entre lágrimas, risas y recuerdos. «Aquello parecía una comedia italiana. A Fernando le habría gustado», me lloró y me rio al otro lado del teléfono. Mientras, a su lado, aguardaba el peor de los desenlaces, junto a su hermano Luis (su hermana Ana iba y venía, amándolo desde Bilbao y desde Madrid), Rosa Huertas, su compañera. Desde que en una revisión en octubre le encontraran las transaminasas altas, todo fue un correr contra la adversidad.
Lo que el destino ha decidido no lo puede detener el hombre. Ni aunque Fernando se sintiera un «guerrero vikingo» luchando contra ese azar que pretendía arrancarlo de los millares de brazos de cuantos le amábamos y se resistiera, como nosotros, a aceptar lo inevitable. Era tanta su fuerza y sus ganas de vivir, su generosidad sin límites hasta en los duros días de hospital, que agarraba el teléfono y lo llenaba de frases inigualables y corazones agradecidos. Todos queríamos respuesta, incluso cuando él no podía más. Nos intercambiábamos palabras o imágenes que demostraban lo que nos quería. Egoístas, pretendíamos que nos quisiera más a cada uno de nosotros. Pero él también tenía talento de sobra para amar. No solo para escribir, crear, inventar, adaptar, interpretar... también para unir a las personas elegidas por él. Y nos podía amar a todos de la manera que cada uno de nosotros necesitara. Ese privilegio de su elección nos libraba de inseguridades y nos convertía en seres invencibles. En noviembre me pidió que el 20 de enero de 2022 («este va a ser nuestro año, querida», el año del estreno de su adaptación de «Los santos inocentes»), presentara su nueva y apasionante obra, «Arde este libro». Sería en la librería Ocho y Medio, tan prolífica también en libros de ese cine que él conocía como nadie («en estos días estoy aprendido a andar lento, como Robert Mitchum», bromeaba) y sin el que no sabía vivir. «Tenemos que hablar sobre todo de la nostalgia», me dijo. Escribir «Arde este libro» le había removido por dentro de una manera brutal. Había repasado hasta el último centímetro de su vida. Con sus errores y sus momentos oscuros. Y con la belleza inmensa de tantos días de luz, que él era capaz de disfrutar, transmitir y compartir.
Generosidad infinita
Era imposible no querer a Fernando, no admirar a Fernando, no aprender con Fernando, no volverse mejor con Fernando. Son incontables los escritores que confiesan que sin él no serían lo que son. En las letras y en la vida. Entre ellos, yo. Y es tan rara y preciosa esa inmensa generosidad entre los creadores, que siempre se miran con recelo, se dan lo justo o hasta se quitan... Nosotros, desde aquel día en que nos conocimos en la celebración del Premio Nadal, veinte años atrás, nos acompañamos en todos los libros, en todas las locuras, en todas las propuestas imposibles. Nos atrevimos a todo, apoyados el uno en el otro. Y nos hicimos más fuertes y sabios.
Fernando no cesó de recoger premios desde su propio Nadal, con «El niño de los coroneles», previo al año de nuestro primer encuentro. Para mí el mejor premio fue su amistad. Era tan importante, que la compartí con muchos y grandes amigos. No pude hacerles mejor regalo. A todos los ayudó, los quiso y los hizo sentirse únicos. Al mundo le queda el consuelo de sus letras. De todos esos libros que escribió con la tripa, dejando los sentimientos al aire, sin ningún pudor. Relatos imprescindibles a los que sumó los de tantos otros que publicó como editor en iniciativas impensables. Sus viajes de Diodati se mueve, los Hijos de Mary Shelley, el teatro, el cine, la literatura para niños, las charlas, las presentaciones... Fernando daba de sí para todo y para todos. Era infinito. No puedo dejar de escribirlo una y otra vez.