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“Hombres en prisión”: sobrevivir a una cárcel zarista y luego a la URSS

Victor Serge, encarcelado en 1912, narra cómo fue su odisea hasta que pudo salir de aquel país

Fotografías de numerosos prisioneros políticos de Stalin en una exposición organizada en Berlín en 2018
Fotografías de numerosos prisioneros políticos de Stalin en una exposición organizada en Berlín en 2018afpAFP

La situación del escritor frente al poder político, que le vigila y castiga si no se adapta a las normas de lo que se ha de decir en pos del bien general que dictan los gobernantes, tuvo su máxima expresión, por duración y contundencia, en la vieja Rusia rural zarista, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas del siglo XX y en sus consecutivas dictaduras sanguinarias. «Mi patria, Rusia, es un campo de pruebas donde la historia realiza sus experimentos sociales, y donde además no tiene en cuenta el destino de cada uno de los hombres aislados», dijo el ucraniano Izraíl Métter. Y, ciertamente, no es otra la conclusión que uno extrae tras revisar la relación entre el poder, el ciudadano y sus derechos en el campo del arte en aquel país. El sufrimiento de aquellos que fueron enmudecidos en la cárcel podría ejemplificarse con Dostoievski, que había estado «silenciado dentro de un ataúd», como le dice él mismo a su hermano Mijaíl por carta cuando le cuenta el espanto sufrido de 1850 a 1854, mientras cumplía condena en Siberia como preso político, encerrado en campos de trabajo, tras ser acusado de tratarse de un conspirador contra el zar Nicolás I. Parte de ello lo describirá de manera escalofriante en «Memorias de la casa muerta» desde un presidio donde se entierra en vida a los presos.

Esa obra de 1862 inaugura la narrativa penal rusa del siglo XIX en la que podríamos colocar la extraordinaria «Resurrección», de Tolstói, o «La isla de Sajalín» de Chéjov, quien recorrió 6.300 kilómetros para conocer la parte más remota del imperio ruso y escribir luego una especie de reportaje sobre la colonia penitenciaria que existía allí. «Se tiene la impresión de haber llegado al fin del mundo, a un lugar más allá del cual ya no se puede navegar».

Es el mismísimo infierno, acaba diciendo, donde la violencia, el hambre y la falta de higiene conforman el día a día en un campo de concentración donde incluso los perros y los gallos están encadenados, al tiempo que los presos, condenados a trabajos forzados, hacen las veces de bestias de carga. A este escenario macabro le seguirán otras obras de género penitenciario, tal vez la más llamativa la de Solzhenitsin, que con «Archipiélago Gulag» (1973) popularizó un término acrónimo de la Dirección General de Campos de Trabajo que luego se usará comúnmente para referirse a la «reeducación» promulgada por el gobierno soviético, a veces practicada en «centros psiquiátricos». Tal cosa, por cierto, le sucedería a Joseph Brodsky, que en 1964 fue detenido, examinado en un hospital mental, acusado de «parasitismo» –por recitar poesía– y deportado durante cinco años a una remota aldea. Pues bien, otro autor contemporáneo de estos últimos al que podríamos añadir en este terreno de la escritura carcelaria en el ámbito ruso fue Victor Lvóvich Kibálchich.

Hombres triturados

Nacido en Bruselas, en 1890, en el seno de una familia de exiliados ruso-polacos, firmó sus textos con el pseudónimo de Victor Serge y, desde joven, sus ideas anarquistas le dieron problemas, como una encarcelación en 1912. Por entonces, era editor de «L’anarchie», y fue juzgado por asociación delictiva con la banda anarquista de Jules Bonnot; al negarse a delatar a sus camaradas, fue condenado a cinco años de prisión, que cumplió en las cárceles de La Santé y de Melun. De esa primera experiencia entre rejas surgiría «Hombres en prisión» (traducción de Álex Gibert), publicado en francés en 1930, sobre el que el escritor advierte en un epígrafe inicial de que su contenido, desde la ficción, es por completo verídico. Es más, «no habla de mí, ni de algunos hombres, sino de los hombres, de todos los hombres triturados en el rincón más oscuro de la sociedad». Serge hablará desde la detención, pasando por el traslado o los funcionarios de prisiones, pero en paralelo se referirá al «enterramiento y victoria», al «ansia de vivir», a «la fortaleza interior», a «sobrevivir», hasta a «la libertad», en un ejemplo impresionante de estoicismo.

Muy vívidamente, Serge comunica cómo para el presidiario todo presente y actividad desaparece, cómo el revolucionario «vive bajo la amenaza constante del presidio o el cadalso» y el militante clandestino, «al regresar a casa por la noche, concluida su jornada de organización o periodismo, tiene la repentina sensación de que una sombra se pega a la suya». En su caso, un policía de paisano fue a buscarle a la redacción de su periódico y, ya en la oficina de la Sûreté francesa, un inspector «brutal de gesto y de palabra» le dijo con toda tranquilidad: «Está usted en mi poder. Le van a caer seis meses de prisión preventiva, como poco. O suelta la lengua o le hago detener». Y así ocurrió porque se limitó a contestar, desafiante: «Deténgame».

Una vez libre, Serge pasó por la Barcelona que estaba viviendo la revolución de la CNT y, al fin, en 1919 recaló en Rusia para unirse a los bolcheviques. Pero sus conflictos con el poder se agudizaron aún más si cabe al atreverse a criticar a Stalin, lo que condujo que lo expulsaran del partido, que lo castigaran con una detención, en 1928, por poco tiempo, y otra dos años más tarde, lo que implicaba ser deportado a Oremburgo. Su caso trascendió a los medios de comunicación y muchos colegas se solidarizaron con él, presionando lo suficiente a escala internacional para que fuera liberado y así poder abandonar la URSS en 1936. Pero ni así logró una vida digna, pues sería vigilado por la policía secreta rusa hasta que le llegó la muerte.

▲ Lo mejor
La forma en la que el autor muestra a seres anónimos con historia destinada al olvido
▼ Lo peor
Nada, un testimonio como este es impagable, muestra resistencia y lucha ante el poder