«El caballero avaro», de Rachmaninoff: La avaricia como trastorno psicológico
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«El caballero avaro», sobre texto de Pushkin, vio la luz el 24 de enero de 1906 en el Bolchoi de Moscú. Previamente, en 1904, se había conocido una versión con piano, que es la que se ha ofrecido en esta ocasión. Seguía el compositor la senda abierta por otros colegas coetáneos como Dargomiski, Rimsky-Korsakov y Cui,que también pusieron música a textos de Pushkin. En 1902 Rachmaninoff se había dado un buen atracón wagneriano en su visita a Bayreuth donde llegó a ver la “Tetralogía”, “El Holandés errante” y “Parsifal”. Y hay no poca influencia del compositor alemán en algunos de los rasgos principales de la obra que tratamos.
Los cinco personajes son hombres, que se mueven en una intriga que estudia las consecuencias del pecado de la avaricia y que se desarrolla en una atmósfera oscura y angustiosa que se aleja de la ópera coetánea más tradicional y presenta a un controvertido personaje, el del usurero judío, que tiene a su cargo un muy largo monólogo. Es, no cabe duda, la pieza maestra de la obra. Su contenido musical y filosófico desborda el cuadro lirico habitual y pide al intérprete cualidades excepcionales de comediante y de cantante.
No pocas de ellas atesora el barítono Ihor Voievodin -pese a la caracterización, demasiado joven para el cometido-, que posee una voz bien timbrada, de buen metal, bastante extensa, con cierta pérdida de esmalte en la zona superior. No es amigo de excesivos claroscuros, con los que el personaje tendría una encarnación más cumplida. Pero maneja un buen fiato, es expresivo, decidido y valiente. Más que notable. En el papel del hijo le dio la réplica el tenor Juan Antonio Sanabria, un ligero de timbre claro, no muy poblado de armónicos. Cantó con entrega y se esforzó no poco para atender a la difícil y tirante escritura, con abundantes escaladas al La y al Si naturales agudos. Emite con frecuencia sonidos abiertos y descarnados. No se le puede negar la honrada entrega.
A excelente nivel los “secundarios”. López, también tenor, de timbre más brillante, dibujó un prestamista de mano maestra, con frases bien esculpidas e intencionadas. Galán, barítono de buenas hechuras, contundente y seguro, mostró autoridad en la parte del Duque y Castañeda, como sirviente, puso de nuevo en evidencia su amplio espectro de bajo auténtico. Todos se esmeraron en una muy aceptable pronunciación del ruso. Estuvieron sostenidos, acompañados y excelentemente servidos por Borja Mariño, que, desde el piano apoyó, fraseó, subrayó e hizo notar los contrastados episodios con talento y vigor. Suya fue también la atinada dirección musical.
La escena fue dirigida por Alfonso Romero que, muy inteligentemente, sitúa la acción medieval en un momento indeterminado posterior, pero con la atadura y la presencia de un tríptico medieval, tres tablas, pintura, palabra y música, referencia directa a la ambientación histórica de Pushkin. En la segunda, la del gran monólogo, el director de escena subraya el transtorno psicológico del protagonista que lo lleva a montar un ritual quasi erótico. Una escena de gran potencia, en la que todo confluyó para bien. Colgadas sobre la escena se colocaron una serie de pequeñas pantallas ilustradas con motivos alusivos a la peripecia física y psíquica.
Todo funcionó, suponemos que gracias entre otras cosas a una buena labor de ensayos y al trabajo de gente competente en las otras labores: escenografía de Carmen Castañón, vestuario de Gabriela Salaverri, video de Philipo Contag-Lada e iluminación de Félix Garma. Sonia Gómez Silva fue la ayudante de dirección.