Re: Selvático animal

já, el artista antes conocido como Javier Álvarez: «En los últimos cinco años he estado inspirándome»

Hipersensible, brillante, maldito, el más personal de los cantautores surgidos en los 90 tiene canciones para un nuevo disco y quiere llevar su vida a la tele

Javier Álvarez
Javier ÁlvarezJerónimo Álvarez

En el Madrid del ecuador de los noventa, cuando de la Movida parecía que había pasado un siglo y en la escena internacional el grunge se preparaba para cederle el testigo al britpop como subgénero hegemónico, brotaron como flores del bien varios cantautores a los que los medios de comunicación se apresuraron a hilvanar dentro de una generación. Ahí estaban, entre otros, Pedro Guerra, Ella Baila Sola, Rosana, Tontxu e Ismael Serrano. Pero el primero en darse a conocer y en editar un disco fue Javier Álvarez (Madrid, 1969), el más personal y maldito de todos ellos. Y, quizá, el más brillante. Lo descubrió un cazatalentos cuando cantaba en el Retiro, donde empezó a actuar tras estrenarse en la estación de metro cercana a la casa paterna. Al cabo de tres décadas, el músico aclara si aquello fue una generación real o un mero invento periodístico: «Ambas cosas», razona. «La industria apoyó una especie de necesidad social de lo acústico. Llevábamos bastante tiempo de música plastificada, veníamos de los ochenta, y de repente fue como si se necesitara algo más “esencial”. El primer disco que se publicó de aquella “generación” fue el mío. El de Pedro Guerra, del que me hice muy amigo, fue el segundo. Y luego, cronológicamente, llegaron Ella Baila Sola, Rosana e Ismael Serrano, que pertenece a una corriente de cantautores más clásica». Cantautores entre los que él nunca se identificó: «Me propusieron una gira con Ella Baila Sola, Rosana y Pedro Guerra, y dije que ni de coña. Estaba muy cansado de la etiqueta de cantautor. Cuando me preguntaban en las primeras entrevistas sobre los cantautores, yo decía «mi cantautor favorito es Michael Jackson» y la gente se llevaba las manos a la cabeza. Pero es que era un cantautor, de funk, soul, pop, lo que quieras, pero un cantautor. Y yo vengo de ahí, del pop sajón, porque mi colección de discos es muy ecléctica y encuentras de todo». Ahora, Javier Álvarez se hace llamar já (las iniciales de su nombre y apellido en minúscula). ¿Significa eso que reniega del pasado? «En absoluto», niega contundente, «ni me arrepiento de nada en lo más mínimo. Hay cosas maravillosas y otras no tanto, pero de ellas se aprende. Se trata de una evolución, de caminar. Lo único que me interesa del pasado es celebrar. Soy mucho más del presente. Y el futuro es para ilusionarme».

Popularidad repentina

A ningún otro de aquella discutible generación le pesó tanto la repentina popularidad como a él: «No me dio tiempo ni a imaginármelo. Era un filólogo que dejó la carrera en quinto curso por la guitarra y me fui a cantar a la calle, sin ninguna experiencia. Grabé una demo y lo petó. Fue venirme todo de golpe en poquísimos meses y triunfar absolutamente. No me dio tiempo a digerirlo. Y asumo que en todos estos años me lo he puesto muy difícil a mí mismo; no he contribuido a la expansión de mis canciones. He sido poco radiado. A partir del tercer disco, dejo de sonar en canales masivos». Aquello fue a raíz de la canción «Padre», incluida en su disco «Tres» (1999), un cóctel de transgresión e ironía: «Soy pajillero, maricón y drogadicto, / bakalaero, okupa, rojo, puta y bizco, / punki, negro y de Alcorcón. / […] Y además no creo en Dios. / Absolución»). «Sí, eso es lo que se publicitó, y tiene algo que ver, pero no fue exactamente así», aclara. «Porque esa canción era punki, pero en realidad había un problema editorial. Utilizamos un montón de referencias discográficas de diferentes tipos y la compañía se acojonó. Eso retrasó la publicación y fue el problema político que hizo que ni siquiera lo tocara en vivo. Solo hicimos un concierto en el Espárrago Rock. Estamos hablando del 99. Toda mi carrera, salvo con los dos primeros discos, he estado en el underground».

Le pregunto entonces si este parón de un lustro, desde la publicación de su último disco, «10», tiene algo que ver con el vértigo que aún arrastraba de aquellos primeros años, el miedo a la exposición: «Sí. Lo que me pasó al principio fue tan heavy que he tardado todo este tiempo en limpiarme por completo». No habla por hablar: ha estado recibiendo terapia durante muchos años, «de 1996 a 2015», precisa, y llegó a verle el rostro al diablo: «Tuve dos brotes psicóticos tan graves como de ingreso en un psiquiátrico, y el tercer ingreso fue para una desintoxicación de adicción a sustancias y a una vida desordenada. Disfruté muchísimo, me reí un huevo, pero era un despropósito total, estaba intoxicado. El apoyo profesional y familiar, el amor, fue fundamental para salir. Y también el de pareja. He tenido tres parejas, una chica y dos chicos, aunque ahora mismo estoy solo y encantado. Pero han sido amores muy importantes y me ayudaron en todos los aspectos. Aunque», advierte, «lo más importante es la voluntad. Dejar una mala vida y recuperarse depende absolutamente de uno. Esa fue mi manera de salir de la oscuridad. Ahora estoy en mi mejor momento. Llevo ocho años en mi centro».

Pero ¿qué es lo que ha estado haciendo Javier Álvarez/já en estos cinco años? «Inspirarme», contesta, tajante. «En esta época «ruidística» me parece que la contemplación y el silencio y la meditación son absolutamente necesarios». Y adelanta que ya tiene material para un nuevo disco: «Tengo canciones suficientes para grabarlas y hacer un disco en cualquier momento». Sus dos primeros trabajos dejaron algunos clásicos, «La edad del porvenir», «Piel de pantera» y «Sunset Boulevard», ¿dispone en la recámara de munición de ese calibre? Asiente: «Lo digo con toda la humildad, pero sí. Creo tener cinco joyas tipo “Sunset Boulevard”. Aparte», añade, «tengo todo mi catálogo por renegociar y, por qué no, reinterpretar, y muchas ganas de estar otra vez en la primera división. Si vuelvo, esta vez estoy dispuesto a hacer concesiones». Y termina adelantando un interesante proyecto audiovisual: «Estoy escribiendo un balance de toda mi carrera. Mi biografía, de alguna manera. Y me la imagino en una serie. Veremos».

A lomos del porvenir

Javier Menéndez Flores

Deja caer los párpados e imagina que el Retiro es el Madison Square Garden sin techo y gratis total. Allí, hace ya demasiado pero tampoco tanto, un muchacho que se llamaba Javier, y cuyos apellidos no le importaban a nadie, practicaba toreo de salón con una guitarra. Agarrado a ese capote de seis cuerdas, componía hermosas figuras con la voz y tenía el don de distinguir, entre la farfolla de los asuntos cotidianos, esa perla valiosísima que aguarda a todo cazador paciente. Pasar de aquello a la gloria en un segundo y medio sucede tan sólo en los sueños y en las películas, y sin embargo él lo vivió. Abrasadoramente. Acababa de aterrizar, con estruendo de flores más poderosas que cualquier sable, la edad del porvenir.

Provisto ya de apellido, cambió de escenarios y su imaginación alada empezó a sonar en las casas más diversas. Incluso en aquellas con cuyos habitantes jamás se habría tomado una cerveza. Bienvenidos al reino de la popularidad, con su careta de payaso y su trasfondo de guadaña. Os juro que en el paseo de la Castellana podías cruzarte con panteras amenazadas mientras una princesa, en una plaza cualquiera, decidía echar el cierre y partir hacia la eternidad. Y no había fiesta en la que no creyeras ver a la hija descarriada de Gloria Swanson travestida de Norma Desmond, por más que estuvieras en la fiera Malasaña y no en «Sunset Boulevard».

La vida fue un caramelo dulcísimo hasta que los compromisos, férreos brazos de titán, se empeñaron en apresar sus alas de pájaro pedestre y cariaron hasta la última ilusión. Y Javier entendió, como si le disparasen en la cara, aquello de que hay que tener mucho cuidado con lo que deseas, porque quizá lo acabes logrando. Y la luz se fundió a un negro sin matices. Porque cuando es en exceso potente te ciega, y es entonces cuando tropiezas, cuando caes, cuando naufragas sin remedio.

Un día te bajas de un tren en marcha y dejas que ante tus ojos pasen otros, muchos, y te niegas a subirte a ninguno con la terquedad del niño que se resiste a terminarse la cena. Los ves pasar y no haces nada, absolutamente nada, como si lo que tuvieras delante fuese un mar vencido y no un catálogo de oportunidades. Porque resulta que, en contra del axioma tan extendido, hay hombres que no tienen precio. Y evitas las multitudes como si pudieras contagiarte de la peor de las enfermedades. Eres una sombra que busca el amparo de las sombras, un fugitivo de sí mismo.

(De tanto reírme, hasta el delirio, he conocido el reverso de la alegría y he dormido desnudo en todas sus mazmorras. Sé lo que es viajar más allá de los confines humanos, donde habitan monstruos inenarrables y el sol está proscrito. Me han arrancado el corazón con una garra de fuego y le he aguantado la mirada a un tal Belcebú, que sonreía como una hiena y poseía la belleza más letal a la que me haya enfrentado nunca. Padre, absuélvame, ¿no ve que no tengo más culpa que la de ser intensamente fiel a la naturaleza que me fue otorgada?).

Han pasado treinta años y cinco millones de noches, cien huracanes y cien guerras, y he decidido que quiero volver. Javier acaba de subirse al tren y, antes de sentarse, observa unos segundos a un muchacho que está de pie en el andén, inerte, y la piel de todo el cuerpo se le encrespa cuando advierte que tiene su rostro. Pero el tren arranca y, a medida que se aleja, el muchacho se transforma en una mancha indistinguible. Y sientes, como una inyección de alivio, que cuanto dejas atrás no es más que una foto amarillenta y una decisión desafortunada.

Ha llegado, por fin, el porvenir.