Las "raves" son cultura popular española y no lo sabíamos
Se acabó la fiesta descontrolada de Ciudad Real y nos toca analizar lo que llama tanto la atención año tras año. Las alocadas fiestas populares de nuestro país no son tan diferentes, aunque con música distinta. Dejemos por un momento a un lado la ilegalidad y centrémonos en una mirada heterodoxa y provocadora al fenómeno


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ESeis días, seis. Es lo que ha durado la fiesta más intensa de las Navidades, a ritmo febril de la electrónica. Participaron cinco mil personas y crearon su pequeño ecosistema cultural durante 150 horas en el estéril aeropuerto sin aviones de Ciudad Real. En Navidades anteriores ocurrió en Barcelona, Valencia o La Peza (Granada). Muchos medios explican este fiestón en el mismo tono que usarían para la sección de sucesos, pero lo que acontece dentro no es muy distinto de lo que ocurre cada fin de semana en clubes, pabellones y festivales donde se pinche electrónica. No seamos amargados: son chavales bailando, ligando y bebiendo de una forma parecida a sus ancestros en las fiestas patronales de toda la vida. Hasta apareció por allí la abuela de uno de los fiesteros envuelta en un abrigo de leopardo, conectando de inmediato con la chavalada.
El año pasado, cuando los reporteros de televisión aparecieron por una «rave» similar en La Peza, pequeño municipio de Granada, se dieron algunas escenas tronchantes: por ejemplo, ponían la alcachofa a una anciana preguntando qué opinaba de la celebración de seis días y les contestaba «dejad a los chicos en paz, que no están haciendo daño a nadie». El alcalde de la localidad alabó la capacidad de los organizadores y dejó caer que igual se reunía con ellos para pedirles que volvieran la Navidad siguiente. Cuando preguntaban a vecinos de mediana edad, muchas veces respondían que sus hijos se habían acercado a curiosear y se habían quedado varias horas bailando.
¿Cuándo nacen las raves? A finales de los años ochenta, en el Reino Unido. Su eclosión es la mezcla de varios factores: la desindustrialización que deja vacíos grandes recintos fabriles, el abaratamiento del equipo necesario para una sesión de DJ y la aparición de drogas de síntesis como el MDMA, que fomentan la empatía y permiten mantenerse despierto muchas horas. La coincidencia de estos factores da lugar en 1988 a lo que se conoce como El Segundo Verano del Amor, secuela del de 1968, cuando estalla el hippismo a ritmo de rock, el LSD y el movimiento pacifista. El verdadero apogeo de todo aquello fue en los noventa, cuando gran parte de la sociedad británica se apunta a la fiesta, desde los alumnos de instituto a los temibles «hooligans», que cambian sus camisetas con bulldogs por otras con el radiante smiley. Se acabaron los mordiscos y empiezan los besitos.
Desde Inglaterra, la lógica ravera se contagia a todo el continente, fusionándose con las idiosincrasias locales. Hay que decir que España es un país que tuvo mucho que ver con esta explosión, ya que varios DJs británicos emblemáticos se inspiraron en el eclecticismo y la energía de la escena musical de Ibiza y de la ruta del bakalao en Valencia. Cuando el fénomeno «rave» se extiende por España, era familiar para gran parte de la juventud, ya que siempre hemos sido un país fiestero, con buen clima y atento a las mutaciones de la música popular. Artistas como El Niño de Elche y Los Voluble estrenaron en 2015 en el Sónar de Barcelona un espectáculo subrayando las similitudes entre las raves y las fiestas de verdiales de Málaga. Además de esto, uno de los festivales más conocidos de España se celebra cada año en el desierto de Los Monegros, donde 50.000 personas viven una mezcla de «rave» y espíritu verbenero durante más de veinticuatro horas seguidas (se la ha llegado a llamar «la raverbena»).
Otro factor esencial de las raves radica en su antielitismo. Hablamos de celebraciones ilegales donde no se cobra entrada y donde comer y beber suele ser muy barato, como en las fiestas patronales de un pueblo. Se trata de aprovechar los avances tecnológicos para democratizar el disfrute musical. La industria del ocio comercial odia estas fiestas porque son una competencia barata, pero también las ama por ofrecer un laboratorio de ideas del que acaban surgiendo movimientos y artistas muy rentables. Resumiendo: no tiene sentido escandalizarse cada Navidad con la enésima «rave» sin hora de cierre conocido, mejor celebrar una forma de hedonismo social que ya se ha convertido en tradicional en nuestro país.