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Oona O’Neill, la novia de Salinger que se casó con Chaplin
Una biografía reivindica la figura de la hija de Eugene O’Neill, una mujer que admiraba Capote, a la que todos deseaban y que murió alcoholizada

La leyenda y la extravagancia que rodearon a Jerome David Salinger no han hecho más que aumentar a medida que los estudios sobre su vida y obra se iban sucediendo hasta su muerte, en 2010, y póstumamente. Celoso de su intimidad hasta límites enfermizos, si algún atrevido pretendía escribir su biografía, el autor de «El guardián entre el centeno» lo demandaba. Tal cosa ocurrió con Iam Hamilton y el libro «J. D. Salinger: A Writing Life»; la demanda de retirada de este trabajo no prosperó, aunque merced a una orden judicial se ordenó que el biógrafo no pudiera dar extractos literales de las cartas del biografiado. Sin embargo, el narrador neoyorquino defendió su vida privada tanto como se interesó por lo que decían de él, en escritos de un sinfín de estudiosos que ponían el acento en su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, conflicto que marcaría su personalidad de modo trascendental, en especial a partir de las cinco sangrientas batallas en las que participó, incluido el desembarco de Normandía.
Ese punto de inflexión bélico alejará para siempre a Salinger de su gran amor, Oona O’Neill, como recreó Frédéric Beigbeder en la novela «Oona y Salinger», que Anagrama publicó en 2016. Desde Europa, el escritor enviará cartas a la bella hija del dramaturgo de vida tormentosa y suicida Eugene O’Neill (cartas que Beigbeder inventó al no haber trascendido las reales que se intercambiaron ambos protagonistas), y la muchacha le contará lo que enfurece al soldado que ya por entonces llevaba en su petate el manuscrito de la historia del adolescente Holden Caulfield: que se va a casar con Charles Chaplin. Lo hará en 1943, y la pareja, a la que separan 36 años, tendrá ocho hijos y se mantendrá unida hasta la muerte del actor, en 1977.
Según algunos biógrafos, Salinger buscaba la compañía de chicas menores de edad para, una vez llevadas a su terreno, acabar por despreciarlas. Esta conducta se prolongó de forma obsesiva, pero ninguna chica podría igualarse al impacto que le suscitó la bella Oona, que Beigbeder idolatra como hizo en su día otro destacado personaje de la novela, Truman Capote, que dijo de su joven amiga, con la que acudía a diversos clubes de Nueva York: «Sólo tenía un defecto: era perfecta. Fuera de eso, era perfecta». Así, Beigbeder escribió sobre lo que pudo haber sucedido entre Oona y Salinger desde que se conocen en un local, con el chispeante Capote a la mesa y con Orson Welles muy cerca; entonces, el escritor quedó prendado incluso de su «nombre hipnótico» y tuvieron una relación amorosa sin sexo ante el temor de ella a quedar embarazada.
Una huérfana
Ella, habitual en la prensa rosa de la época, se considera una «huérfana de una persona viva», pues su padre –premio Nobel en 1936– apenas quiso saber de ella cuando abandonó a la familia para instalarse en París. Él marchará al ejército para «demostrar coraje para ganar prestigio a ojos de Oona», y le seguirá escribiendo cartas aun sabiendo que ella jamás las leerá y que su vida pende de un hilo. Salinger, «enamorado de Oona, escribe que hay que destruir al otro antes que terminar destruido uno mismo. Querer es demasiado peligroso». Desde ese punto de vista, dice el narrador francés, Oona se salvó de sufrir por culpa de Salinger, y éste tenía la corazonada de que la joven no lo esperaría: «Lo que no le impidió quedar destrozado cuando su amada lo sustituyó por otro».
Cabe decir que la nueva relación de Chaplin con Oona fue un escándalo nacional; Charlot se había casado tres veces y en ese periodo tenía que enfrentarse además a una demanda por paternidad falsa por parte de la actriz Jane Barry, violenta y alcohólica, como también cuenta Jane Scovell en « Oona O’Neill. Una vida en la sombra» (traducción de Jofre Homedes Beutnagel). Esta investigadora, que ha publicado autobiografías en colaboración con figuras como Elizabeth Taylor o Ginger Rogers, habla de ese momento crucial en la vida de la pareja, en un momento además en que el actor «estaba siendo investigado por el Gobierno debido a sus supuestas simpatías comunistas (…). Y justo en medio de esta pesadilla —el hostigamiento de la señorita Barry, el acoso de la prensa y la persecución del Gobierno—, Charlie Chaplin encontró a Oona O’Neill, su fuente de mayor felicidad, y su principal garantía de futuro.
Al parecer, el primer paso lo dio ella, y a Chaplin le maravilló tanto su atractivo como sus dotes interpretativas, de modo que él «firmó enseguida un contrato con Oona, y acto seguido decidió darle él mismo clases de interpretación». Así va contando Scovell los avatares de una mujer que presenta de carácter reservado, «cuya belleza limpia y natural le granjeó el cariño de un país que solía obsesionarse por lo exótico». Y su nombre así lo era. Pero, por supuesto, fue algo más que un nombre llamativo relegado tradicionalmente a los pasatiempos, quedando «como la respuesta horizontal o vertical de dos definiciones intercambiables en los crucigramas: «Mujer de Charlie Chaplin» o «Hija de Eugene O’Neill». En este sentido, «Oona. Una vida en la sombra» viene a restituir esta presencia secundaria de una actriz que tampoco llegó al éxito en su ámbito.
La salvación mutua
«Oona no era una de las típicas bellezas de Hollywood que rodeaban a Chaplin. Su delicadeza, sumada a su naturalidad, sentido relajado del humor y falta de ostentación» sedujeron a propios y extraños, todo lo cual tuvo un gran mérito considerando un seno familiar que sólo podría generar traumas y desdichas. Una madre depresiva y adicta a la bebida, y unos hermanos suicidas, aparte de la actitud narcisista de su padre, marcaron una vida que, felizmente, cambió lo turbio por la plenitud. Visto así, como recalca la biógrafa, y viendo que la manera que tenía de tratarla Chaplin estaba en los antípodas de la de Eugene O’Neill, Oona acabó disfrutando de una vida feliz. No en vano, el actor la homenajeó de forma preciosa en su autobiografía –«A medida que convivo con Oona, la profundidad y la belleza de su carácter son una continua revelación para mí»–, y manifestó su adoración por ella permanentemente.
En buena medida, esa unión hizo que una y otro se salvaran mutuamente, explica Scovell: «En la seguridad de su matrimonio con Oona, Charlie halló una segunda vida, mientras que a ella se le abrió la posibilidad de ser esposa y madre durante muchos años tan fructíferos como llenos de alegría. Sin embargo, todo dependía de la presencia de Charlie, cuya muerte la dejó absolutamente por los suelos. Oona se sintió de nuevo abandonada y, en su vida a medias como viuda, no creó fundaciones, ni supervisó festivales, ni profundizó en su propio talento, ni gozó de una felicidad estable con sus hijos y nietos. Todo ello, sin embargo, ocurrió al final». Sí, pero, tras esa trayectoria vital tan interesante, tan extraordinaria, que se había extendido entre Nueva York y Suiza, el lector verá que dicho final fue tremendo, con una Oona casi enajenada, dependiente del alcohol, como si al cabo, la sombra de sus padres hubiera sido demasiado alargada.
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