Historia

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Peleas en los cafés para ver desfilar a los nazis

Tras la liberación de París, gaullistas y comunistas levantaron el mito de la resistencia contra Hitler, pero la realidad es que el país se rindió sin concesiones, con admiración y complicidad

Desde el Norte. Pierrot Pol, militar de carrera devenido en resistente, usó este distintivo con la cruz de Lorena y dos bandas tricolores verticales en la zona del Pase de Calais
Desde el Norte. Pierrot Pol, militar de carrera devenido en resistente, usó este distintivo con la cruz de Lorena y dos bandas tricolores verticales en la zona del Pase de Calaislarazon

Tras la liberación de París, gaullistas y comunistas levantaron el mito de la resistencia contra Hitler, pero la realidad es que el país se rindió sin concesiones, con admiración y complicidad

Se equivocó el gran historiador Marc Bloch cuando culpó al ejército francés de la fácil ocupación alemana de su país. Aquel hombre enjuto, judío, que dejó su vida luchando contra el nacionalsocialismo escribió «La extraña derrota» (1940), un testimonio de su desconcierto. Quizá estaba demasiado cerca para ver la causa de la caída de Francia: la sociedad antes republicana despreciaba la democracia, deslumbrada como estaba por el nacionalismo esencialista y el comunismo, con una intelectualidad traidora, como escribió Julien Benda en 1926, y un Estado Mayor que siempre iba en sus planes con una guerra de retraso. La decadencia de la cultura democrática francesa, que señaló un sorprendido testigo, el español Chaves Nogales, se mostraba en las peleas para coger sitio en las cafeterías de los bulevares para ver el desfile nazi por las calles de París en aquel oprobioso mes de junio de 1940.

El ejército francés no resistió ni dos meses. Había seguido a Gran Bretaña en su declaración de guerra, pero sin convicción oficial ni popular. Los soldados británicos que acudieron a Francia a luchar contra el invasor eran despreciados y timados por los lugareños. Finalmente, los hijos de Albión se fueron, y el suelo francés quedó dividido en dos: la Francia ocupada y la de Vichy, ambas colaboracionistas. La humillación fue completa: Hitler obligó a que el armisticio se firmara en el mismo vagón donde Alemania se había rendido en 1918.

Los franceses temerosos de los nazis huyeron al Sur, y algunos cruzaron el océano, pero la mayoría aceptó o apoyó la situación. Pierre Laval encabezó a los socialistas que trabajaron para el invasor, y los comunistas aceptaron de buena gana la ocupación. No en vano estaba vigente el pacto germano-soviético por el que Hitler y Stalin se comprometían a no agredirse en su reparto de Europa. Muchos estalinistas franceses sirvieron en un primer momento al ejército nazi, y entendían que se hubiera puesto fin a la Tercera República. La derecha nacionalista, tradicionalista, a la que repugnaban tanto los principios republicanos como el socialismo, vio una oportunidad en la derrota de 1940: ahora podrían ordenar la sociedad, la cultura, la política y la economía. El general Pétain se convirtió en el gran salvador.

La sociedad francesa, quebrada y humillada, aceptó la situación. Es más; los campos de concentración para «extranjeros indeseables» –entre ellos, los republicanos españoles–, existían desde febrero de 1940, meses antes de la invasión. La connivencia fue prácticamente completa. La policía parisina se puso al servicio de los nacionalsocialistas, y las detenciones, deportaciones y ejecuciones de judíos fueron diarias e intensas. Aquel hueco cultural, laboral y económico que dejó el genocidio calculado, lo ocuparon franceses; entre ellos, muchos intelectuales. Jean-Paul Sartre dio clases en sustitución de un judío deportado, y luego pergeñó su biografía de resistente, pero también muchos otros departieron alegremente con los nacionalsocialistas, como Simone de Beauvoir, Picasso –que pidió la nacionalidad francesa a Vichy–, Gallimard, Coco Chanel, Jean Cocteau, o el cantante Maurice Chevalier. Las subvenciones públicas a la cultura francesa las comenzaron los nacionalsocialistas. Así lo cuenta Alan Riding en su libro «Y siguió la fiesta» (2012). Las juergas nocturnas de aquella intelectualidad que luego se puso las medallas del patriotismo, contrastaban con el comportamiento de algunos héroes solitarios. Fueron los casos, por ejemplo, de los etnólogos del Musée de l’Homme; el de Raymond Deiss, que publicó textos a favor de De Gaulle; o el de Rose Valland, que salvaguardó del expolio nazi algunas obras de arte. Todo cambió cuando Hitler decidió invadir la Unión Soviética. Inmediatamente después de que se pusiera en marcha la «Operación Barbarroja», los comunistas se sumaron a la exigua resistencia. Crearon un grupo llamado «Franc-Tireur Partisans», que pronto quiso dirigir y protagonizar el movimiento. Lo primero que hicieron, en agosto de 1941, fue asesinar a un cadete alemán en el metro de París.

La unidad de los resistentes era complicada porque estaban muy divididos. Los judíos habían creado la «Armée Juive», y los polacos la red «Solidaridad», ambos curados de totalitarismos y dedicados a ayudar a los suyos a escapar de la Gestapo y de la policía francesa. Los españoles constituyeron el «XIV Cuerpo de la Guerrilla Española», dedicado al sabotaje. El historiador Robert Gildea, en «Fihgters in the Shadows» (2015) prefiere hablar de «resistencia en Francia» que de «Résistance» debido a que la mayor parte de sus componentes eran de otras nacionalidades, como españoles, polacos, y europeos del Este.

La inteligencia británica utilizó a la resistencia como fuente de información y para el sabotaje de las comunicaciones y el transporte alemanes. Antes del desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, se consiguió cierta unificación gracias al Conseil National de la Résistances, formado por la Organisation de Résistance de l’Armée y los francotiradores comunistas. La inteligencia británica contactó con 137 grupos, y creía que podría movilizar a unos 350.000 civiles. La labor que los aliados dieron a la resistencia fue la del sabotaje para aislar Normandía. El 5 de junio, un día antes de la invasión, el ejército aliado avisó a los resistentes para que cortaran cables telefónicos y telegráficos, y atacaran las vías de comunicación. Así, la «Résistance Fer», de ferroviarios, descarriló trenes, los desvió y retrasó, llegando a sabotear 37 líneas en los alrededores de Dijon justo antes del «Día D». Otros se dedicaron a cortar los cables subterráneos, lo que obligó a los alemanes a comunicarse por radio, que era captada por los aliados y descodificada por Ultra en Bletchley Park.

Estadounidenses, británicos y canadienses avanzaron sobre París desde entonces. Detrás iban los generales De Gaulle y Leclerc, obsesionados por entrar en la ciudad antes que los aliados. Cuando ya todo estaba perdido para los nacionalsocialistas, la policía parisina se puso en huelga, el 19 de agosto. Leclerc entró en París con una división llena de españoles, «La Nueve», el día 24, con uniformes americanos, y veinte cuatro horas después terminaron las hostilidades. Sólo entonces entró De Gaulle en la ciudad arengando a las masas diciendo: «París liberada por ella misma (...) con el apoyo y la ayuda de toda Francia, de la Francia eterna».

El gaullismo y el comunismo francés se dedicaron entonces a construir el mito de la Résistance para no perder su sitio entre los vencedores, ni caer en la vergüenza. Durante decenios se falseó la historia y se ocultaron nombres y datos para no contar que la mayoría apoyó el nazismo con su silencio, o colaboró directamente, ya fuera por sobrevivir o por convicción. La Résistance se convirtió en un mito engordado, nada equiparable al esfuerzo y entrega del Armia Krajowa, en Polonia, ni a los partisanos griegos o yugoslavos.

@Jorge_Vilches