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¿Qué ocurrió entre Pasternak y Stalin, el asesino de escritores?

El escritor Ismaíl Kadaré, candidato al Nobel, firma un brillante texto alrededor de la llamada que sostuvieron el dictador y novelista

Josef Stalin y Borís Pasternak
Josef Stalin y Borís PasternakAgencia AP

Por haber escrito un poema sobre Stalin y su «bigote de cucaracha», Osip Mandelstam pasó cinco años en prisión en el gulag soviético; no era para menos ante tamaña «actividad antirrevolucionaria»; en su momento, se mintió acerca del destino del poeta, pero los investigadores pudieron reconstruir sus avatares frente a la policía política. La vida de autores como Mandelstam comenzaba a ser recuperada para la historia, así como de otros de fin igualmente funesto: Isaak Bábel (fusilado), Mijaíl Bulgákov (marginado y despreciado de modo absoluto), Andréi Platónov (a quien se le confiscaron sus manuscritos y se le impidió publicar nada), Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva (ambas con similares desgracias: censura de sus escritos, ensañamiento con sus parejas e hijos), o Borís Pasternak, amenazado por el gobierno, que había prohibido “El doctor Zhivago”.

Esta novela no se publicaría en Rusia hasta 1988, con el cambio histórico que impulsó Gorbachov desde la perestroika y la desclasificación de papeles importantes de la extinta Unión Soviética. Pasternak, cuya mayor obra se hizo tan popular gracias al cine en su adaptación de 1965, se vería obligado, en efecto, ante las presiones del presidente del país Nikita Jrushchov, a renunciar al premio Nobel que le habían concedido en 1958, al año siguiente de publicar su novela en Italia. Sin embargo, el Partido Comunista italiano había intentado que no viera la luz, en una operación en la que «se implicaron diversas organizaciones soviéticas internacionales» y en la que «hubo amenazas de juicio, escándalos, chantajes, se interceptó la correspondencia y se falsificaron cartas en las que se exigía la devolución del manuscrito», como explica Yevgueni Pasternak, que se hizo cargo del legado literario de su padre e incluso pudo recoger el galardón sueco en 1989.

Al autor se le acusó de hablar de los avatares rusos bélicos y sociales con subjetividad y poniendo el énfasis en el padecimiento individual ―alejado, pues, del interés colectivo comunista― de un hombre que es apartado de su mujer e hijo al ser designado médico militar en el frente de la Gran Guerra. A Pasternak le afectó mucho esa persecución después de un inicio literario muy exitoso como poeta, y moriría en 1960 apenado y con la espada de Damocles en forma de perpetua advertencia a ser expulsado de la Unión Soviética. Le había costado escribir su novela diez años (de 1945 a 1955) y ni siquiera pudo contar con los honorarios que le venían del extranjero gracias a las traducciones, pues se le obligó a devolverlos.

Psicosis totalitaria

A ese Pasternak que fue tan vilipendiado le dedica un breve, denso y estimulante relato-ensayo Ismaíl Kadaré (Albania, 1936), ya saben, uno de esos sempiternos candidatos cada año al Premio Nobel que ya cuenta no obstante con otros galardones de prestigio como el Man Booker International Prize 2005 y el Príncipe de Asturias de las Letras 2009. Ciertamente, “Tres minutos. Sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak” (traducción de María Roces González) gira alrededor de lo que pudo ocurrir durante una conversación telefónica entre el tirano de origen georgiano y el autor moscovita, en junio de 1934, que generó una variada y numerosa ola de interpretaciones, sin que se supiera con exactitud su contenido.

Kadaré, muy ingeniosa e inteligentemente, construye un texto narrativo, en primera instancia, al presentar a un protagonista, también escritor, albanés, un alter ego por lo tanto, que siente una fuerte ligazón con Pasternak. En parte, ello se debe a que el personaje también en su momento estaba en las quinielas para recibir el premio de la Academia sueca y a que ha de lidiar con el órgano censor de Albania, país al que aisló del mundo el dictador comunista Enver Hoxha desde 1944 hasta su muerte, en 1985. De hecho, este político y militar llegó a romper la relación con la URSS, y justamente el texto de Kadaré remite a ese tiempo, de tal modo que “Moscú y Tirana estaban a punto de prenderse fuego la una a la otra, pero cuando se trataba del escritor maldito, compartían la misma opinión y el mismo decreto: la fama, buena o mala, la tenéis aquí, en nuestro mundo. Mejor será que os olvidéis de ese otro mundo. Nada, salvo veneno y duelo, procede de él”. En su día, Kadaré sufrió esa psicosis totalitaria, que lo empujó a exiliarse en Francia en los años noventa. Es más, en “Tres minutos” hay una parte parisina, a raíz de un salto temporal que hace que el protagonista se reencuentre con la hija de la compañera sentimental de Pasternak.

La anécdota trágica

En cualquier caso, he aquí el quid de la cuestión: “En los días de la campaña contra Pasternak, la llamada telefónica de Stalin relacionada con la detención de Mandelstam se mencionaba como una de las principales razones para denigrar al poeta. Sobre todo la parte de la conversación en la que Stalin le preguntaba qué pensaba de Mandelstam. Se contaban cinco o seis versiones de ella, pero se añadía que existían muchas más y aún peores”. Kadaré comentará hasta un total de trece versiones de lo que pudo haber sucedido en aquellos tres o cuatro minutos en los que Stalin preguntó a Pasternak y éste, intimidado en grado sumo por la voz al otro lado de la línea, según varias fuentes, contestó de forma elusiva y breve, lo que disgustó a Stalin, llevándole a colgar bruscamente el teléfono.

“Aquella llamada telefónica encerraría numerosos secretos”, dice Kadaré hacia el final del libro, y en realidad poco importa lo que al fin y al cabo hablaran los interlocutores, en torno a qué tipo de persona y poeta era Mandelstam. Lo interesante es cómo “se habían juntado, pues, los tres. Pasternak, Stalin, Mandelstam. Dos poetas y el tirano en medio”; cómo, por otra parte, Kadaré da un tratamiento novelesco al comienzo de su texto, al mostrar al protagonista en el trance de hacer una novela sobre Pasternak, muy extensa, que aborda la campaña contra el escritor ruso, lo que lleva a un diálogo con un miembro del departamento de censura. Lo cual, por supuesto, resulta muy comprometido, pues “tras cada libro prohibido llegaba el lacerante examen. La pregunta: ¿cómo no percibiste tú, editor, el veneno que destila el autor?, por fría que pareciera, era muy simple. Similar habría de ser la respuesta: fui un ingenuo, un lerdo, a consecuencia de mi superficial comprensión del marxismo-leninismo. Soy culpable. Que el partido me castigue”.

De este modo, “Tres minutos” es un pedazo anecdótico de una realidad trágica inmensa, que establece vasos comunicantes entre Rusia y Albania, donde también estaban prohibidos Ajmátova y Mandelstam, y denuncia el acoso y derribo de un Estado hacia dos ciudadanos a los que se maltrata hasta acabar con ellos de forma diferente: “Pasternak, el hombre de la dacha, Maldelstam, el de la choza del campo de internamiento. El primero siempre vencedor, el segundo siempre perdedor. Y así sucesivamente hasta la Muerte, la misma que los separa tanto como los une definitivamente”; la del primero, lenta y agónica; la del segundo, en un campo de internamiento. “La primera causada por un premio Nobel, que hizo temblar al mundo entero, la segunda obra del tifus y del hambre, de la que nadie se enteró.”