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“El disfraz / Las cartas / La suerte”: Tímida aproximación al siglo XIX ★★★☆☆

Existen algunos aciertos que contribuyen a salvar los muebles de un proyecto algo desconcertante y difícil
Sergio Parra
La Razón

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Autores: Joaquina Vera, Víctor Catalá y Emilia Pardo Bazán. Directores: Íñigo Rodríguez-Claro, María Prado y Júlia Barceló. Intérpretes: Mariano Estudillo, José Juan Rodríguez, Alba Enríquez, Mamen Camacho, Alba Recondo, Daniel Teba... Teatro de la Comedia, Madrid. Hasta el 5 de junio.
En su primera intervención como nuevo director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Lluís Homar anticipó ya su intención de extender el corpus de las obras representadas por la institución pública más allá del Siglo de Oro y abarcar también los siglos XVIII y XIX. Desde luego, fue una de las ideas mejor recibidas en aquella polémica rueda prensa, ya que, no se sabe por qué, tenemos prácticamente abandonado el ingente patrimonio literario y teatral de esa época, especialmente del XIX, del que solo se representa, una y otra vez, el Don Juan Tenorio de Zorrilla.
Sin embargo, no parece que haya habido mucha convicción en esta primera y extraña aproximación al teatro decimonónico.
Nada tienen en común las tres piezas escogidas para conformar este espectáculo salvo el hecho de estar todas escritas por mujeres. Esa desemejanza no sería ningún inconveniente si lo que se pretende es, precisamente, mostrar la variedad de corrientes, todas en verdad apasionantes, que se desarrollaron en aquel periodo de la historia. El problema es que estas obras no son, ni de lejos, lo mejor ni lo más representativo de tales tendencias. En primer lugar, porque dos de ellas, Las cartas, de Víctor Catalá (seudónimo de Caterina Albert), y La suerte, de Emilia Pardo Bazán, fueron escritas en 1899 y 1904 respectivamente, y se encuadran ya en estilos y sensibilidades que tienen más que ver con el XX que con el XIX. En segundo lugar, porque la pieza de Pardo Bazán, desde el punto de vista dramático, que no literario, tiene nulo interés; si bien anticipa ese determinismo trágico en el mundo rural que luego, cada uno a su manera, explorarían Valle-Inclán y Lorca, lo cierto es que es una obra sin acción que aburre, por ello, soberanamente. Y, en tercer lugar, porque la otra pieza escogida, El disfraz de Joaquina Vera, es un irrelevante sainete de escaso fuste conceptual, como casi todos, en el que, además, no se percibe la destreza que tienen otros autores de obras similares para extraer comicidad a las sencillas situaciones de ambiente popular que tratan de reflejar.
Dicho todo esto, en la puesta en escena se advierten algunos aciertos que contribuyen a salvar dignamente los muebles de un proyecto algo desconcertante y difícil: en El disfraz –ya que no se puede conseguir otra cosa– hay un atrevido y dinámico trabajo con los actores para distraer al respetable a toda costa, lo cual se agradece bastante; asimismo, hay una interpretación memorable de Mamen Camacho, en Las cartas, que permite dar cierto empaque teatral a un material que, a pesar de jugar a una suerte de diálogo imaginario, es excesivamente narrativo; y hay, por último, una truculenta y convincente estética en el diseño del espacio visual y sonoro de La suerte que magnetiza al espectador mucho más que el pobre desarrollo argumental de la obra.

Lo mejor

El gran trabajo de Mamen Camacho en un texto que, sin ser excepcional, es desde luego el mejor de los tres.

Lo peor

El orden en el que se representan las obras –entiendo que cronológico– ayuda muy poco a mantener el interés del espectador.