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Opinión

España arde a fuego lento

La cuestión que deberíamos plantearnos como sociedad no es únicamente quién prende la mecha, sino por qué los que deberían ser los principales aliados de la protección del territorio

Incendios EUROPAPRESS

La historia se repite, cada verano, los españoles volvemos a contemplar con impotencia cómo las llamas consumen miles de hectáreas de tierras de cultivo y de montes, dejando tras de sí un paisaje devastado y un rastro de incertidumbre sobre el futuro del medio rural. Aunque se insista en atribuir la mayoría de estos incendios a factores naturales o al azar de las altas temperaturas, resulta difícil de aceptar que fenómenos que surgen de manera simultánea en varios puntos de la geografía, con múltiples focos en zonas estratégicamente sensibles, puedan ser únicamente fruto de la casualidad.

La cuestión que deberíamos plantearnos como sociedad no es únicamente quién prende la mecha, sino por qué los que deberían ser los principales aliados de la protección del territorio, los agricultores y los ganaderos, se encuentran cada vez más arrinconados y desprovistos de apoyo institucional. Estos profesionales, que durante siglos han sido los verdaderos guardianes de nuestros campos, se ven hoy atrapados en una maraña de normas burocráticas, exigencias con costes crecientes y sanciones desproporcionadas, que no solo dificultan su labor cotidiana, sino que hacen inviable la continuidad de muchas explotaciones familiares.

Este fenómeno contrasta de manera llamativa con la laxitud con la que se permite la entrada de productos agrícolas y ganaderos procedentes de fuera de la Unión Europea, a los que no se aplican ni remotamente los mismos estándares de calidad, de sostenibilidad y de bienestar animal que sí se exigen dentro de nuestras fronteras. El resultado es una paradoja difícil de justificar: al productor español se le obliga a competir en condiciones claramente desiguales, lo que mina su capacidad de subsistencia y genera un sentimiento creciente de abandono que amenaza con vaciar aún más nuestras zonas rurales.

A ello se suma un proceso de transformación silenciosa pero implacable del paisaje ya que, allí donde hasta hace pocos años había viñedos, olivares o pastos de ganado, comienzan a proliferar proyectos de “macrohuertos” solares y de grandes instalaciones eólicas; no hay más que circular por la carretera viendo el paisaje que se nos está quedando. Ahora bien, nadie discute la necesidad de avanzar en la transición energética ni la conveniencia de reducir la dependencia de los combustibles fósiles, pero sí cabe cuestionar un modelo que, bajo la bandera de la sostenibilidad, parece estar sustituyendo un tejido económico arraigado en el territorio por un sistema en el que unos pocos actores, generalmente ajenos al mundo rural, concentran las rentas y los beneficios.

Y es que el llamado “ecologismo de despacho”, formulado en oficinas y despachos lejanos, dirigido por fondos de inversión y desconectado de la realidad de quienes trabajan la tierra, corre el riesgo de convertirse en un factor de destrucción en lugar de conservación, porque sin agricultores y ganaderos que mantengan vivos los campos, sin pastoreo que limpie el monte, sin cultivo que ordene el territorio, lo que queda es un paisaje abandonado, mucho más vulnerable a los incendios que año tras año se repiten con trágica intensidad.

España no puede resignarse a perder su sector primario, no solo por lo que representa en términos económicos y de empleo, sino porque en él se juega también la soberanía alimentaria, la conservación de los ecosistemas y la propia identidad cultural de vastas regiones. Por ello, abandonar el campo es, en última instancia, abandonar la posibilidad de gestionar con inteligencia nuestro territorio y volvernos altamente dependientes de grandes multinacionales controladas por fondos de inversión.

Es necesario, por tanto, un cambio profundo en las políticas que afectan al mundo rural, que reconozca el papel insustituible de quienes lo habitan y lo trabajan, y que garantice que las exigencias medioambientales sean realistas, proporcionadas y aplicadas con equidad también a los productos importados. Solo así podremos conjugar la pretendida transición energética con la defensa de un sector primario vivo, fuerte y competitivo.

Si queremos que el próximo verano no vuelva a ofrecernos el espectáculo doloroso de unas llamas que devoran todo lo que encuentran a su paso, debemos asumir que cuidar a quienes cuidan del campo es la mejor política ecológica que podemos emprender, y probablemente la única capaz de garantizar un futuro equilibrado para nuestras tierras y montes. Se habla de la España vaciada pero quien nos iba a decir que la manera más rápida de vaciar el campo sería llenarlo de molinos y espejos, a este paso, en España será más fácil cultivar placas solares que tomates.