Editorial

Dos décadas de una guerra inacabada

Con las Torres Gemelas de Nueva York cayó la confianza en un mundo más feliz

Se cumplen veinte años de los mayores ataques terroristas que el mundo había conocido y, esa tarde en Madrid, todos comprendimos que se había iniciado una guerra de nuevo cuño, imprecisa, pero mortífera y global. El mundo más feliz que nos prometíamos tras el final de la Unión Soviética y el despertar de unas nuevas tecnologías de la información destinadas a acercar culturas y romper fronteras se vino abajo al mismo tiempo que, ante nuestros propios ojos, en directo, caían las Torres Gemelas de Nueva York, envueltas en una humareda gris de pesadilla y arrastrando con ellas las vidas de casi tres mil personas.

Luego, enseguida, supimos del ataque al Pentágono y de la tragedia del cuarto avión en un campo de Pensilvania y, con pocas dudas, el mundo señaló al nuevo enemigo, al islamismo más fanático, incapaz de asumir lo que Occidente representaba, pero, sobre todo, lo que la pujanza de su ciencia y su tecnología iba a suponer para unas sociedades, las musulmanas, atrapadas entre las falsas promesas de liberación del socialismo panárabe y las certezas de una religión, bajo cuyos preceptos un día, lejano pero no olvidado, fueron grandes.

Si volvemos la vista atrás, hacia el optimista principio del segundo milenio, tendremos que admitir los traumas, las desconfianzas, las injustas percepciones que han dejado en el alma de Occidente lo largo años de esta guerra interminable. Pero, también, reconocer que, con todas las sombras que se quieran proyectar, la democracia y el respeto a los derechos del hombre han prevalecido en unas sociedades golpeadas por un enemigo inmisericorde que buscaba, con el terror indiscriminado, el desistimiento de unas poblaciones a las que consideraban débiles, esclavas de una vida consumista y fácil. A Nueva York le siguieron Bali, Madrid, Londres, París, Niza, Bombay, Bruselas, Barcelona... golpes que eran llamadas de reclutamiento del islamismo más brutal, invocado por Al Qaeda y, luego, cristalizado en el ISIS, el Estado Islámico, que llegó a soñar con un califato unificador, bajo la sharia y el terror.

Porque la guerra que comenzó el 11 de septiembre de 2001 fue devastadora para el mundo islámico. Reabrió las trincheras sectarias de chiitas y sunitas, y en medio de su pugna se marchitó cualquier esperanza de nuevas primaveras. Occidente intentó, con desigual y muy escaso éxito, extender su sistema político democrático y su modelo de sociedad plural frente a unos pueblos que se debatían entre pulsiones nacionalista, étnicas, religiosas e ideológicas tan diferentes como incompatibles entre sí. No es justo afirmar que sólo se buscó la desarticulación y la destrucción del enemigo y el aprovechamiento de sus recursos. En Irak y en Afganistán, más tarde en Libia, se perdieron vidas, se invirtió cantidades millonarias en la apuesta por unas sociedades, si acaso, compatibles con un mundo que avanzaba a pasos de gigante y que, a la postre, acabaría por echar a las tinieblas del subdesarrollo y el aislamiento a una parte de la humanidad.

Así, la retirada de Afganistán es la constatación del fracaso político, pese al triunfo militar. Cansancio de veinte años en los que han crecido unas nuevas generaciones que han aprendido a convivir con la amenaza y que, en cierto modo, la desprecian. Pero la guerra sigue ahí, inacabada, con nuevos lugares y nombres que escriben la misma tragedia: Nigeria, Malí, República Centroafricana, Siria, Yemen...