Editorial

El retorno de Europa a su hora más negra

Putin ha cometido un acto criminal, un delito contra la Humanidad. Los autócratas deben saber que pagarán un precio muy alto

Lo que parecía inconcebible hace apenas unas semanas, la invasión general por parte de Rusia de un país soberano, reconocido por la carta de Naciones Unidas y respaldado, al menos, políticamente por la Unión Europea y Estados Unidos, se ha producido con una violencia y una intensidad que ha tomado por sorpresa a la mayoría de las cancillerías del mundo. Nada ha servido frente a la determinación temeraria de un Vladimir Putin, sin duda, persuadido, como en su tiempo lo estuvo Adolf Hitler, de que las democracias occidentales, débiles por su servidumbre ante la opinión pública, acabarán por aceptar los hechos consumados y transigirán con un acuerdo que, en el mejor de los casos, supondrá la jibarización de Ucrania, despojada de sus áreas estratégicas en el mar Negro y de sus regiones de etnia rusa; y, en el peor, la simple y pura anexión a un nuevo imperio ruso en continua expansión. Resonarán durante años las palabras desesperadas del presidente ucraniano, Volodomir Zelenski, pronunciadas mientras los carros de combate rusos se aproximaban a la capital del país, Kiev, advirtiendo a Europa de que otros países correrán la misma suerte que el suyo si no se frena al déspota en el campo de batalla. Pero, ayer, ya era demasiado tarde para todo lo que no fuera condenas, en todos los tonos de la firmeza, amenazas de duras respuestas en el campo económico y despliegues de fuerzas en aquellas naciones que, una vez sacudida la bota soviética, consiguieron ampararse bajo el paraguas de la OTAN. No fue el caso de Ucrania y, hoy, cabría preguntarse si Putin hubiera actuado de la misma forma en el caso de tener que contender contra los ejércitos occidentales.

Pero ya no es tiempo de lamentaciones, sino de decisiones. No en vano, el presidente ruso ha cometido un acto criminal contra el orden jurídico internacional, un delito contra la Humanidad, como se recalcó desde la OSCE, que ha devuelto a Europa a su hora más negra. Porque al imponer la única razón de la fuerza, Putin da al traste con cualquier convención entre naciones civilizadas y se convierte de facto en un apestado en el concierto internacional. Sus actos no pueden quedar sin respuesta, aunque sólo sea porque hay otras potencias, como China, con las mismas apetencias de restauraciones imperiales –en su caso, sobre la isla de Taiwán, pero no solo–, que pueden verse tentadas por el camino expeditivo de la fuerza militar. Es preciso llevar al ánimo de los autócratas que el precio a pagar por sus acciones será muy alto. Podrán, desde la represión brutal, acallar las protestas internas –son miles las detenciones practicadas por la Policía política entre los ciudadanos rusos que se han atrevido a rechazar la agresión contra Ucrania– pero tienen que sentir que el mundo que conocían se les ha hecho muy pequeño, reducido a sus propias fronteras. De ahí, que las sanciones tengan que estar dirigidas, también, sobre aquellos individuos que toman las decisiones, sostienen al régimen o se benefician de él. Putin y sus ministros, claro, pero, además, los presidentes y propietarios de los grandes conglomerados industriales, comerciales y bancarios que integran el entramado de poder del Kremlin. No cabe duda de que la Unión Europea y, por lo tanto, la propia España, se verán afectadas económicamente por la pérdida de un mercado de la entidad del ruso y que las convulsiones en los sectores de la energía y de las materias primas supondrán un coste añadido a las economías domésticas. Pero no hay más remedio. Con una advertencia a tener muy en cuenta. Que la comprobada capacidad de penetración de la propaganda rusa en la opinión pública de nuestras sociedades libres será empleada sin complejos para desestabilizar políticamente al conjunto de la UE. De que no triunfe la violencia y la arbitrariedad seremos responsables todos.