Editoriales

Otra ley abortista para esterilizar al TC

Mientras el recurso contra la ley del aborto de 2010 dormía el sueño de los justos en los cajones del Tribunal Constitucional, el actual Gobierno ha mantenido en el congelador la nueva reforma abortista –uno de sus proyectos estrella, fruto del acuerdo de coalición con Unidas Podemos–, consciente, sin duda, del desgaste político asociado a las pretensiones de sus socios, que van mucho más allá de la aceptación resignada por una parte de la opinión pública de unas prácticas indeseables desde cualquier punto de vista.

De ahí, que sea forzoso relacionar la revitalización del proyecto de ley abortista, impulsado por la ministra de Igualdad, Irene Montero, con el compromiso público adquirido por el presidente del TC, Pedro González-Trevijano, de que se resolvería el recurso, pendiente desde hace 12 años, antes de que acabara su mandato el próximo mes de junio. Sin descartar que pudiéramos hallarnos ante una nueva cortina de humo gubernamental, que le ayude a difuminar el escándalo del espionaje y la entrega de la cabeza de la directora del CNI a los nacionalistas catalanes, todo indica que Moncloa quiere aprobar cuanto antes la «ley Montero» para dejar sin efecto la resolución del Constitucional, ante el riesgo evidente de que los magistrados actuantes, confrontados al capitulo II de la Constitución, que recoge los derechos fundamentales de los españoles, encuentren difícil sortear el primero de todos ellos, el derecho a la vida, contenido en el artículo 15 de nuestra Carta Magna.

Porque el hecho de que desde la izquierda autodenominada progresista, huérfana de sus viejos principios ideológicos, se pretenda hacer del aborto un derecho inalienable de la mujer, choca con la realidad constitucional, que, al contrario de lo que sucedió con el Tribunal Supremo estadounidense en 1973, no ha preterido el derecho a la vida. A este respecto, no nos cansaremos a la hora de condenar esa imposición pública de las tesis abortistas, convertidas en una especie de dogma ideológico de obligado cumplimiento, que acaban por banalizar lo que no es más que una tragedia, personal y social, como es la muerte en el seno materno del no nacido.

Por lo demás, lo que ha trascendido de la reforma legal que propone Irene Montero sólo confirma los peores temores. Se atenta contra la patria potestad de los padres, eso sí, sin que los funcionarios actuantes asuman responsabilidad alguna sobre las menores que aborten, y se atenta contra la libertad de conciencia de los médicos y enfermeras, a quienes se obligará, como ocurre con la eutanasia, a figurar en listas oficiales de objetores, bajo la excusa de organizar los abortorios en los centros públicos de salud. Un sinsentido que desde el Gobierno se venderá como una progresión en derechos, cuando no es más que otro capítulo infame de la cultura de la muerte.