Editorial

La crisis con Argel arrastra a Bruselas

La Comisión Europea, por medio de sus portavoces de Exteriores, expresó ayer su extrema preocupación por la posible deriva catastrófica de la crisis hispano-argelina, que, no lo olvidemos, involucra a un país miembro de la eurozona, es decir, protegido por los tratados comerciales frente a terceros, con un socio estratégico en el Mediterráneo, ciertamente extracomunitario, pero que se ha convertido en un puntal fundamental para hacer frente a la emergencia energética provocada por la invasión rusa de Ucrania.

De ahí, que la reacción de Bruselas ante la decisión del gobierno de Argel de ordenar a la banca que proceda a la congelación de las operaciones comerciales con España se haya limitado, esperemos que por el momento, a expresar su disgusto y a demandar mayor información sobre el alcance práctico de la medida. Pero, si, por un lado, hay que comprender las reticencias de la Comisión a verse arrastrada a un conflicto en el que se cruzan diversos intereses nacionales, –como, por ejemplo, los acuerdos de suministro de gas con Italia, forzada a sustituir las importaciones rusas– no es posible obviar que es, precisamente, en el organismo que preside Ursula von der Leyen donde recae la responsabilidad de hacer cumplir los acuerdos del Tratado Euromediterráneo de 2005, que, entre otras cuestiones, compromete a los argelinos a la liberación de los intercambios de bienes, servicios y capitales con Europa.

Por supuesto, no se trata de demandar a Bruselas que intervenga en un conflicto diplomático entre países soberanos, entre otras razones, porque la UE carece de las necesarias competencias en política exterior, pero sí de reclamar el firme respaldo a la posición española, recordando al gobierno de Argel que los acuerdos económicos también se contraen con el conjunto de la Unión. Ahora bien, dicho esto, no es posible obviar que la principal responsabilidad del tremendo error de cálculo cometido con Argelia recae sobre el Ejecutivo que preside Pedro Sánchez y que es a su Gabinete al que cabe exigir que recupere las relaciones de amistad y cooperación con un socio estratégico que venía honorando unos compromisos con España que contrajo hace veinte años.

Porque no hablamos solo de las importaciones de gas o de unos activos comerciales cifrados en miles de millones de euros, sino de la cooperación en materia de seguridad antiterrorista y del control de los flujos migratorios con un país del que apenas nos separan 150 kilómetros de mar. No es una tarea fácil la que aguarda al ministro de Exteriores, José Manuel Albares, pero nos queda el consuelo de que difícilmente se pueden empeorar las cosas. Y debe hacerse desde la premisa de que España es un país soberano e independiente al que le asiste el derecho a tomar las decisiones geopolíticas que considere de su interés, incluido, el Sahara.