Vietnam
De héroes de guerra a tipos marginales
Sir Max Hastings publica “Guerreros”, donde a partir de varias semblanzas reflexiona sobre el valor y cómo hoy no se ve de la misma forma
Cuenta Max Hastings (Lambeth, Londres, 1945), reconocido especialista sobre las guerras mundiales y otras contiendas, que el 6 de junio de 1944, durante el desembarco aliado en Normandía, el sargento mayor inglés Stan Hollins eliminó con el fuego de su fusil y sus bombas de mano tres posiciones de ametralladoras alemanas que impedían el avance de su batallón, matando o capturando a sus defensores. De él decía su coronel que “Hollins era el único hombre entre todos los que conocí entre 1939-1945 que pensaba que ganar la guerra era su responsabilidad personal. Todos los demás, cuando sabían que se estaba preparando alguna puñetera misión, solían mascullar: Por favor, Dios, ¡que sea otro pobre pringado a quien le toque!”.
Esta anécdota, que figura en las primeras páginas de “Guerreros. Retratos desde el campo de batalla”, le sirve a Hastings para ejemplificar un tipo de valor que está cayendo en desuso en las sociedades occidentales, que, en general, esquivan el esfuerzo, el riesgo, el sacrificio y muestran escasa entereza ante el dolor o el sufrimiento. Peor incluso, los héroes suelen estar mal vistos, sobre todo, en tiempos de paz. Esto, aunque sea hoy más llamativo, ya sucedía en épocas de menor bonanza y protección social, como decía un epigrama inglés del siglo XVII: “Adoramos a nuestro Dios y al marino solo en tiempos de peligro, pero cuando estos han pasado nos olvidamos de Dios e ignoramos al marino”.
El autor analiza las diferencias entre el valor físico y el moral y los cambios que se han producido en las mentalidades a lo largo de los siglos. Hoy no se comprendería la despedida de una madre como lo hacían las espartanas al entregar el aspis a su hijo: “Vuelve con él o sobre él”. Y nos horrorizan con razón las cargas a la bayoneta, frecuentes en tiempos no tan lejanos y lo habitual en la antigüedad: los “muros de escudos” en los que los hombres se acometían en formaciones cerradas acuchillando al adversario entre sus escudos.
Máquinas de picar carne
Atroces son también los choques de las formaciones romanas, auténticas “máquinas de picar carne” contra las que se lanzaban desnudos los guerreros bárbaros y, no menos, las confrontaciones entre formaciones de piqueros en las guerras de los siglos XVI-XVII en las que tanto se distinguieron los tercios españoles e, igual de escalofriantes, los cuadros de fusileros habituales en el XVIII y principios del XIX en que, impávidos, avanzaban hacia los fusiles enemigos soportando rociadas de plomo… Valor, sacrificio, camaradería, amor propio y vergüenza ante un comportamiento cobarde, deshonroso, como el miedo a la muerte.
Hoy, el guerrero tiene muy mala prensa en las sociedades, el héroe ha pasado de admirado a incomprendido o, peor, a marginal o inadaptado. Hace medio siglo los combatientes norteamericanos en Vietnam regresaban como vencedores y quienes se escaquearon fueron considerados cobardes e incívicos y preteridos social y políticamente. Al final de la guerra, los que regresaron comenzaron a ser sospechosos de haber cometido todo tipo de atrocidades y, luego, los desertores pasaron a ser ciudadanos honorables que se habían jugado su reputación y su futuro para no luchar en una contienda injusta.
En EE.UU, hace 50 años, alguien que hubiera esquivado la guerra camuflándose tras un ridículo informe médico habría sido descalificada en una elección política, pero, hace cuatro, Trump fue elegido presidente y ahí sigue sin que se le recuerde Vietnam. Y junto al civismo y la reputación, en el héroe se dan otros intereses, como la lucha por las condecoraciones. En este interesante libro se trata también la naturaleza del liderazgo, del heroísmo irracional, de la ética de la guerra... Pero, aparte de tratarse de un ensayo sobre el valor, real o pretendido, versa sobre guerreros, ejemplificados en dieciséis casos y sobre todo anglosajones, quedando el resto como muestra de otros orígenes: un francés, un alemán, un israelí…
Casos interesantes todos ellos, pero especial me ha llamado la atención el del inglés Harry Smith, un afortunado soldado profesional de origen modesto que combatió en las guerras del Imperio durante casi medio siglo, alcanzado el generalato. Estuvo en España durante la guerra de la Independencia a las órdenes de Moore, primero, y de Wellington, después, y alcanzó el grado de mayor a los 27 años. De España se llevó, además, a Juana María de los Dolores de León, a la que auxilió tras el asalto a Badajoz, en 1812. Se enamoraron locamente, casándose bajo el padrinazgo de Wellington, él con 25 años, ella, con 14. Pasaron medio siglo juntos en admirable concordia –según quienes les conocieron– y ella le siguió en sus campañas, salvo en sus destinos en EE UU, entre otras, a su misión en la colonia de El Cabo, donde el ya general Smith pacificó Natal y fundó varios establecimientos que dieron lugar a ciudades que llevan su nombre y el de su esposa española: Harrismith y Ladysmith (con 30.000 y 225.000 habitantes, respectivamente).
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