Análisis

(Des)control

A la ausencia de sesiones este mes en el congreso, se suma la falta de auditorías externas para el reparto de los fondos europeos

Ilustración Congreso
Ilustración CongresoPlatónLa Razón

Al gélido enero político le sobra incertidumbre y le faltan datos. No caben en él, ni siquiera, los debates en el Congreso: un mes inhábil que esquiva los recientes propósitos de año nuevo y los pospone para febrero. Incluso en tiempos de pandemia. En esos en los que la sobredosis informativa multiplica el estrés, la angustia, la ausencia de pensamiento crítico y que, además, adquiere categoría suficiente para recibir el nombre propio de infodemia. Un neologismo al que el portavoz del PNV en la Cámara Baja, Aitor Esteban, encontró otra definición mucho menos académica, pero más culinaria, durante la celebración de la última sesión parlamentaria del año pasado: «¡Vaya porrusalda de debate!». Y ese plato, al que se puede añadir casi cualquier verdura, acabó convertido en el resumen perfecto no solo de siete horas en el Hemiciclo, en las que se trataron tantos temas que terminó por no tratarse ninguno, sino también en la representación del peligro de mezclar asuntos y pasar de unas cuestiones a otras sin el tiempo ni la reflexión suficientes. Un ejemplo más de los riesgos de la infodemia en una sociedad que requiere más datos (con rigor) y más controles (o, al menos, aplicar los que ya existen). Dos siglos después de que John Stuart Mill defendiera un liberalismo en el que cabe la intervención del Estado, siempre que sea justificada, transparente y sometida al control de los ciudadanos, la vigencia de sus postulados (sobre todo de este último) adquiere una absoluta vigencia.

Excepcionalidad sin cambios

Mientras la Navidad seguía su curso, la actualidad no se ha detenido: tercera ola de la covid-19; inicio de la vacunación (a distintas velocidades); Brexit y el acuerdo entre España y Reino Unido sobre Gibraltar y hasta posibles indultos a los políticos del procés. Demasiados frentes abiertos para justificar un parón en el control parlamentario. Aunque sea un debate cíclico que vuelve sobre la Carrera de San Jerónimo en cada periodo vacacional, dada la excepcionalidad que vivimos requeriría una reflexión y, quizá, un cambio. Pero, por el momento, no llega: volvemos a un comienzo de año sin sesiones en el Congreso (con comisión del «caso Kitchen», eso sí). Depende ahora de su presidenta, Meritxell Batet, decidir si acepta (o no) la petición hecha por el PP para reunir a la Diputación Permanente, el órgano que sustituye al Pleno en los periodos no ordinarios, y admitir la comparecencia de los siete ministros que los de Pablo Casado han solicitado. Además de la ausencia de actividad ya prevista en la agenda oficial, no está de más recordar que en las once semanas que llevamos de estado de alarma (aún nos faltan diecisiete hasta el 9 de mayo, cuando está previsto que finalice), tan solo ha comparecido una vez el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para rendir cuentas. No volverá a hacerlo hasta mediados de febrero, ya que el compromiso que los propios diputados le exigieron fue una intervención bimensual.

Esta reducción del papel del Congreso en la vida política (sin olvidar cómo el Senado quedó relegado a un mero trámite administrativo en las últimas votaciones de la Ley de Presupuestos y de la Ley Celaá), refleja la necesidad de reforzar ambas instituciones para que puedan desarrollar las funciones que les otorga la Constitución. Frente a tentaciones rupturistas o de descrédito de sistemas políticos, el nuestro contiene un equilibrio de poderes justo y riguroso: solo es necesario aplicarlo de manera correcta. Y ese respeto a los controles propios de las democracias (tan importante como acaba de demostrar la fortaleza con la que las instituciones de Estados Unidos resisten el embate del populismo y la violencia que engendra), esos límites al poder deben extenderse también desde las instituciones a todas las circunstancias excepcionales de la vida pública. Y España se enfrenta a un gran reto en los próximos meses: los fondos europeos y los criterios que determinarán su reparto.

Sin rastro de Nobel

La Unión Europea, a la que en muchas ocasiones se apunta (y no sin falta de razón) como un pesado paquidermo al que le cuesta moverse, ha demostrado una gran agilidad al enfrentarse a una de las mayores crisis de su historia con esta inyección de liquidez. El único límite impuesto a los 27 gobiernos, el del respeto al Estado de derecho, deja margen de maniobra para la gestión de las ayudas: mientras Francia o Italia cuentan con comités de expertos independientes (premios Nobel incluidos) para fiscalizar la viabilidad de los proyectos, en nuestro país se abre otra vía de conflicto político sin organismos externos de vigilancia.

A las tensiones territoriales por la aplicación del estado de alarma (y sus restricciones) o por la puesta en marcha de la vacunación, se suma ahora una nueva trinchera política entre Gobierno y comunidades por los fondos. Y sobrevuela el riesgo de que se reproduzcan las peleas y cuitas que acompañan a cada una de las citas autonómicas de política fiscal: ya se han escuchado las primeras voces de presidentes autonómicos, como Alberto Núñez Feijóo, que alertan de la ausencia de condiciones objetivas y técnicas en el deseado reparto. Aunque aún hay margen hasta el 30 de abril para el acuerdo (fecha en la que Bruselas debe conocer ya los proyectos), no estaría de más recurrir a las tesis, siempre optimistas y realistas, de Steven Pinker, quien en su En defensa de la Ilustración, asegura que «pese a todos los defectos de la naturaleza humana esta contiene las semillas de su propio perfeccionamiento, siempre y cuando proponga normas e instituciones que canalicen los intereses particulares hacia los beneficios universales». Pues eso.