Análisis

Autoconfinarse

Confiar la evolución de la tercera ola solo a los ciudadanos rompe el pacto social que reparte derechos y deberes con los dirigentes

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Seamos sinceros: estamos cansados. Diez meses de pandemia (y lo que viene) desgastan al más resiliente. Lo dice la OMS, que apunta al agotamiento que sufrimos por la hipervigilancia y la incertidumbre generadas por un virus que no vemos pero que nos ha vuelto la vida del revés, y lo dicen también las encuestas. Las que manejan los sanitarios, que indican que casi la mitad presenta un riesgo alto de trastorno mental (según estudios del Hospital del Mar de Barcelona) y las del CIS que revelan que hasta un 69,5 por ciento de los españoles ha incrementado en los últimos meses sus temores a enfermar. Además, la mayoría confiesa sufrir cambios radicales: en sus hábitos sociales (un 44,3); en su forma de vivir (34,3) y hasta en la de pensar (un 18,7). Por transformarse, lo están haciendo incluso las relaciones entre ciudadanos y políticos: en cada sondeo se percibe más a estos últimos como parte de los problemas y no de las soluciones. Y esto que supone en sí una grave disfunción del orden lógico de la vida pública (véase el auge de los populismos), puede ser el acicate para replantearse los códigos que rigen el equilibrio de poderes entre los ciudadanos y sus representantes. Como si fuera una especie de revisión o actualización del contrato social de Jean-Jacques Rousseau, ese que reparte derechos y deberes entre unos y otros.

Equilibrio de responsabilidad

Una de las bases del Estado de derecho es, sin duda, la seguridad jurídica: saber a qué atenerse y tener claro a quién corresponden las obligaciones y responsabilidades en cada circunstancia. Si el pacto entre las partes se rompe, se abre la puerta al desorden social. Las declaraciones de Fernando Simón de esta misma semana en las que apuntaba a los ciudadanos como causantes del incremento de los casos de coronavirus ya que «hemos pasado unas Navidades más relajadas de lo que debíamos» van en esta dirección. Podrían quedarse en un comentario sin más o en una mera anécdota, si no fuera porque quien las pronuncia es el director del Centro de Coordinación y Emergencias Sanitarias, uno de los máximos responsables en la toma de decisiones para frenar el avance da la pandemia en España. ¿Si no se adoptaron en Navidad las medidas necesarias por parte de los gobernantes, cómo puede ahora responsabilizarse a los gobernados de haber hecho aquello que les permitieron? La confusión en el reparto de las cargas alcanza también al ministro de Sanidad, Salvador Illa (por no incidir en la grave anormalidad de ser a la vez candidato del PSC a la Generalitat), cuando anuncia con total rotundidad que nos encontramos ante «semanas complicadas». Si se tiene la certeza de que esto será así, ¿por qué no se se adoptan ya todos los medios para evitarlo? Si se repite una y otra vez la importancia de reducir los contactos sociales y los epidemiólogos apuntan a los beneficios del confinamiento (más corto que el de marzo para evitar daños mayores a la economía), ¿por qué no se toma la decisión?

Aunque es evidente la complejidad de la situación, esto no puede servir de coartada para justificar la lentitud en los planes que frenen al virus y que resultan tan determinantes para la salud pública. Mientras el resto de Europa, tal y como ya hizo en Navidad, decreta, endurece o alarga los confinamientos (Angela Merkel ya se plantea ampliarlo hasta después de Semana Santa), el Gobierno de Pedro Sánchez, a través de Illa o de la vicepresidenta Carmen Calvo, mantiene su rechazo frontal a una medida que la comunidad científica defiende como única vía para evitar que se confirme a la tercera ola como la más devastadora y que tiene la amenaza añadida de la cepa británica. Pese a que no hay varitas mágicas contra la covid-19, lo que resulta innegable es la necesidad de tener en cuenta la opinión de los expertos y, sobre todo, trasladar a la sociedad los motivos que han llevado a optar finalmente por un plan con la mayor transparencia posible.

Sin herramientas jurídicas

Además de esta dificultad para adoptar las medidas, en España contamos con la singularidad de la cogobernanza que sustituyó en la segunda ola al mando único de la primera. De manera que a los enfrentamientos que ya ha generado el traspaso de responsabilidad en la toma de decisiones del Gobierno a las comunidades (cierres perimetrales, toques de queda o reparto de vacunas), se añade ahora la imposibilidad de los dirigentes regionales para decidir sobre los confinamientos: el estado de alarma, que se aprobó el 25 de octubre y que seguirá vigente hasta el 9 de mayo, les deja en primera línea en la toma de decisiones pero sin el margen de maniobra suficiente para confinar. Tienen la responsabilidad, pero no todas las herramientas legales para frenar al virus.

De ahí las peticiones de presidentes autonómicos de los últimos días al Ejecutivo para que se adopten confinamientos, más o menos estrictos. Murcia, Asturias o la ciudad de Valencia ya los han solicitado e incluso hay quien ha ido más allá: el ruego de Juan Manuel Moreno Bonilla o de Alfonso Fernández Mañueco a los andaluces y castellanoleoneses para que se autoconfinen ante su imposibilidad legal de hacerlo. Nos enfrentamos de nuevo en esta larga crisis del coronavirus a una muestra más de confusión que quiebra el contrato social en el reparto de responsabilidades y que tiene, además, una incidencia directa en la vida de los ciudadanos. El autoconfinamiento que se les pide puede terminar siendo algo más que un simple (aunque imprescindible) acto de responsabilidad individual: la constatación explícita y evidente del fracaso de la gestión política de la pandemia.