Sabino Méndez

De defensa a ofensa y viceversa

Pedro Sánchez usó siempre hasta la fecha el negacionismo

Nadie puede aventurar el futuro. Por mucho que charlatanes de lo más diverso se empeñen –para robarnos la cartera– en intentar convencernos de lo contrario, lo cierto es que no sabemos nada de él ni hay nadie que pueda anticiparlo. No sabemos ni cómo, ni cuando, acabará la guerra de Ucrania. Por tanto, estaría bien que el presidente del gobierno se sentara con el jefe de la oposición y consensuaran unas cuantas medidas urgentes y necesarias independientemente de cual vaya a ser el destino futuro de Putin, cosa que evidentemente no está en nuestras manos.

Frente a ese adversario impenetrable y desconocido llamado posteridad, el ser humano ha tenido siempre la posibilidad de arriesgar conjeturas a partir del pasado. La consecuente obligación de esa capacidad es actuar luego en conformidad con las probabilidades que haya descubierto. Por tanto, basta de escudarse en la guerra y ordenemos ya esta situación de descontrol general de precios, suministros, índices de inflación y sus previsiones. Si unos camioneros paralizaron el país no fue por culpa de Putin, sino por el escaso tacto que se tuvo al negociar con ellos. Ponerse a la defensiva de los errores cometidos solo sirve para provocar nuevas ofensas. Cualquier conflicto bélico es un trauma, por supuesto, pero es un trauma gigantesco allí donde se desata y es una coquetería provinciana usarlo para justificar nuestras atrabiliarias pequeñeces domésticas. Pedro Sánchez se ha acostumbrado los últimos tiempos a emplear grandes palabras para las cosas pequeñas y no es esa la línea de conducta adecuada para el momento que estamos viviendo. Cuanto antes renuncie a ella, mejor para todos. Lo que resolverá la endiablada situación en la que nos encontramos es un conjunto muy amplio de cosas muy pequeñas entremezcladas.

El presidente del Gobierno, a la hora de considerar a la oposición, usó siempre hasta la fecha el negacionismo. Tuvo la suerte de que los escasos asuntos en que se vio obligado a consensuar medidas con ella eran cuestiones tan obvias (como la vacunación de todos los españoles) que no dejaban hueco a matizaciones. Todos estábamos de acuerdo, como un solo hombre, en organizarlas e incluso en soportar, con talante democrático, la infantil murga de los antivacunas. Pero ahora la cosa es mucho más compleja. Hay margen para la pincelada diminuta y esos detalles minúsculos serán decisivos para que podamos remontar o pasar unas penalidades pavorosas hasta conseguir sacar a nuestros hogares de la crisis. Las sutilezas atañen a aquellas grandes preguntas fundamentales que han configurado los programas de los grandes partidos. Cuestiones como: ¿debo subir o bajar impuestos?, ¿aumentar o reducir el gasto público?, ¿endeudar o desendeudar a los contribuyentes?, ¿subvencionar los casos de urgencia social o hacerlo con los de ideologías afines?, ¿liberalizar o proteger?, ¿intervenir las vidas o promover la libertad de iniciativa?

Muchas de estas preguntas, que los grandes partidos han convertido en cuestiones ortopédicamente identitarias, lo cierto es que a la hora de la verdad solo admiten una respuesta sensata que es: «Según el contexto y caso». Para averiguar esos casos correspondientes no queda más remedio que escuchar, deliberar, consensuar, ser flexible y olvidarse de las blindadas fantasías esotéricas que componen el ideario de los socios del Gobierno. Hacer todo eso es factible, pero imaginar a nuestro presidente esforzándose en ello desgraciadamente evoca, de una manera chocante, a la sensación que nos produce en un circo ver a un perrillo caminando sobre las patas traseras: se demuestra que puede aprender a lograrlo, pero ni lo hace nada bien, ni deja de ser inquietante la consecuente sorpresa de todos porque lo consiga.