Tribuna
La amnistía quiebra la democracia
Nada menos que veinticinco de las veintisiete amnistías generales que se aprobaron en España en los dos últimos siglos fueron medidas de partido que atizaron nuestras luchas civiles
La amnistía que promueve el PSOE no refuerza la democracia, ni asegura el acatamiento a la Constitución de los nacionalistas, ni supone su “reencuentro” con los demás españoles. Todo lo contrario. Es la pasarela a una democracia iliberal y al cuestionamiento de la comunidad política a través de un proceso que tiene las características de los golpes de Estado populistas del siglo XXI.
Este tipo de golpe consiste en tergiversar las normas constitucionales y anular los contrapesos al Ejecutivo en beneficio del partido gobernante, para asegurar su continuidad espuria en el poder. Esto se acompaña de la deslegitimación de la oposición, a la que se coloca en un trágala, y de la supresión de la independencia judicial. Para esto se promueve una polarización extrema, ya que este proceso iliberal necesita del conflicto para justificarse. De esta manera, el partido del Ejecutivo y sus aliados, en ese ambiente social, se atribuyen el derecho en exclusiva a gobernar. Por supuesto, el ejercicio de los derechos no es en igualdad de condiciones, como tampoco lo son las elecciones. La oposición, como ha sido recientemente en Polonia, necesita un esfuerzo épico, más allá del lógico en democracia, para llegar al poder, donde se encuentra un Estado colonizado por el partido que gobernaba, y un orden político diferente al inicial. Este es el camino que Sánchez está iniciando en España.
La amnistía de inexistentes «delitos políticos» es el comienzo de este proceso. Lejos de constituir una simple modalidad de clemencia, las amnistías han venido ligadas a momentos fundacionales y, en contextos constitucionales, han sido el mecanismo de legitimación de alternativas opositoras. No podía ser de otra manera si se atiene a que la amnistía significa, no un perdón, sino una legalización. Legalizar en España la sedición contra el Estado de Derecho y otros delitos, como quiere la amnistía, es inasumible para una democracia que se basa en el principio imprescriptible del imperio de la ley.
Así ha sido en nuestra Historia. Nada menos que veinticinco de las veintisiete amnistías generales que se aprobaron en España en los dos últimos siglos fueron medidas de partido que atizaron nuestras luchas civiles. Justo porque la amnistía significa el punto y final de lo existente y el inicio de algo nuevo, sólo en dos ocasiones, en 1832 (ampliada en 1834) y 1976 (ampliada en 1977), sirvieron al propósito de establecer un régimen constitucional. Ambas se aprobaron antes de instaurarlo. Y se optó por «amnistiar» ante la imposibilidad de deslindar las responsabilidades de los bandos de una guerra civil, y de separar con nitidez a las víctimas de los victimarios. No había otra vía de restablecer una concordia que hiciera posible la transacción y el consenso. Y aun así, al «legalizar» la violencia pasada, se alentó su uso por parte de minorías subversivas, de 1834 en adelante, y de 1977 hasta el final de ETA. De ahí que una amnistía necesite, para paliar su disfuncionalidad, de un consenso tan amplio, o más, como el de una Constitución.
La amnistía de Sánchez no responde al tipo de las de 1832-34 y 1976-77, sino al de las amnistías de partido, donde se suspende el imperio de la ley en beneficio de quien gobierna y de sus aliados, con objeto de patrimonializar la democracia. Si sale adelante, legalizará y sublimará el uso de la violencia que se vivió en 2017. Y será peor que entonces, porque Sánchez habrá desactivado la confianza general en la Constitución, deslegitimado la aplicación de la ley y desarmado a la fuerza pública y a los tribunales. La amnistía de Sánchez desprotege a ministros, policías y jueces, lo que la acerca al «ajuste de cuentas» de las amnistías de 1931 y, sobre todo, de 1936, la del Frente Popular.
Es escandaloso que se tergiverse la Constitución para suspender el Estado de Derecho y negar el ejercicio del poder judicial por un interés espurio y partidista. La Constitución de 1978 proscribió la amnistía al privar a las Cortes de un derecho de gracia que se atribuyó exclusivamente al Rey y a través del indulto particular, como establecen los artículos 62.i y 102.3. Las Cortes sólo legislan el procedimiento de indulto, que es estrictamente la materia a la que se refiere el artículo 87.3.
El sanchismo utiliza la mayoría en el Congreso para atribuirse el poder supremo, la soberanía de hecho, que liquida el orden constitucional e inicia un proceso constituyente para destruir el verdadero sujeto soberano, la nación española. Una vez desautorizados tanto el artículo 2 de la Constitución, pilar de la democracia, como el poder judicial, freno de la arbitrariedad del Gobierno y que asegura el Estado de Derecho, la pendiente autoritaria se agudiza. Por esto, y una vez iniciado el proceso en el Congreso por obra y gracia del Letrado partidista, deben oponerse todos los obstáculos institucionales necesarios para su tramitación.
La Nación y la Constitución nos pertenecen a todos, y es nuestro deber sostener y estimular a los altos poderes del Estado encargados de preservarlos. La historia enseña que usar las instituciones de la democracia contra la democracia misma tiene siempre un triste final.
Jorge Vilches es profesor de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
Roberto Villa es profesor de Historia en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
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