Opinión
Los columpios de Moncloa
Cabe preguntarse si hasta sus muros están llegando noticias de lo que verdaderamente está pasando fuera
U na persona que vocifera es alguien que, desesperado, llama a gritos a la razón para que venga. Ésta, sin embargo, jamás ha respondido a ese tipo de métodos y, por tanto, cuando se le levanta la voz, nunca acude. Ese es un viejo axioma que no deberían olvidar, en los próximos tiempos, tanto Patxi López como Yolanda Díaz cuando vayan a intervenir, como lo hicieron esta semana, ante el Congreso de los Diputados. Las altisonantes y destempladas respuestas de los miembros del gobierno a la inoperante moción de censura dio aire a sus promotores. Permitió a los censores centrarse en evidenciar lo obvio: les bastó señalar la inadecuada y somnolienta longitud de casi dos horas de la respuesta presidencial -o lo improcedente de los gritos de neurótica desesperanza de Patxi López- para concitar simpatías inesperadas y esconder el hecho innegable de que no traían nada estructurado al hemiciclo. Era innecesario levantar la voz, dado el recorrido de la iniciativa, pero, así y todo, muchos de los oradores gubernamentales pusieron el grito en el cielo, sin darse cuenta de que con ello mostraban hasta qué punto andan desconectados de la temperatura de la calle y de la manera en que el ciudadano de a pie se toma estas cosas.
Esa actitud bombástica lo único que consiguió fue resaltar todavía más el ingrediente de gran guiñol que había lastrado toda la iniciativa. Fue muy esclarecedor en ese sentido el tipo de retransmisión del evento por el que optaron las principales cadenas televisivas. Se estaba más pendiente de las sensacionales reacciones de un casi nonagenario que de lo que pudieran decir los próceres. La audiencia de la calle, el telespectador medio, se miró todo el asunto de refilón, más interesado en si había alguna regocijante salida de pata de banco (que las hubo por ambas partes) que en mostrarse dispuesto ni en sueños a tragarse una vez más la habitual verborrea de eslóganes ideológicos y acusaciones ya más sobadas en esta legislatura que los tópicos del tiempo.
Es perfectamente comprensible que el PP intentara mantenerse lo más alejado posible de todo el asunto. Yo creo que a Sánchez le hubiera encantado hacer lo mismo, pero evidentemente, dada su posición, no podía permitírselo. Por tanto, el PSOE decidió, quizá de una manera un poco desenfocada, volcarse al extremo contrario e intentar convertir lo que era un simple sainete sobrevenido en una especie de psico-drama institucional por ver de perjudicar al contrario. El presidente nos narcotizó a todos (y a sí mismo) poniéndose a hablar del etanol verde cuando todos se preguntaban por las leyes fallidas y el enfrentamiento con los jueces. Yolanda Díaz empezó presentándose como la ungida por Sánchez para suceder a Pablo Iglesias, pero, tras una intoxicación de incienso sanchista, terminó también levantando inmotivadamente la voz. Y Patxi López sufrió simplemente una especie de ataque de epilepsia política.
Moncloa es el lugar donde habita el presidente y su Consejo de Ministros y, a la vista de los encendidos discursos de forofos que hicieron para defender su gestión, cabe preguntarse si hasta sus muros están llegando noticias de lo que verdaderamente está pasando fuera. Es notorio que necesitamos nuevas maneras de pactar con el descontento social. Basta mirar al vecino para ver que cualquier día nos encontramos aquí con un movimiento de chalecos amarillos. Y no servirá llamarlos «fachalecos», porque el verdadero origen de la pérdida de implementación de la izquierda en los barrios periféricos se está debiendo a que solo promueven iniciativas progresistas que no tienen nada que ver con esas clases, sino con el tipo de espectro social urbano bienintencionado -de más alto poder adquisitivo- que compone la biomasa fundamental de los propios cuadros gubernamentales. No dan respuestas para esas clases que sufren procesos de desposesión. Lo único que se les ocurre es intentar comprarlas con medidas publicitarias que al final aprovechan solo los de siempre.
Los jardines de Moncloa deben estar llenos de columpios floreados, donde cupidos y querubines les susurran que, gracias a esas medidas, España va a ser un paraíso. Por eso, entran en pánico y vociferan cuando, desde el exterior, el pueblo, tozudo, se atreve a recordarles que aquí fuera carecemos de columpios.
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