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Opinión

Comienza el ciclo electoral; arranca el circo internacional

La política exterior le proporciona un escenario a medida: alfombras, banderas y declaraciones sin réplica. Donde no hay cifras incómodas de inmigración

Pedro Sánchez, en el Congreso de los Diputados Europa Press

Pedro Sánchez ha perfeccionado en estos años el mal arte de gobernar sin hacer; hacer sin consecuencias y no inmutarse ante la realidad, antes bien; ha elevado al paroxismo el despreciarla. Esa forma de conducirse, que le ha dado evidentes réditos personales, aun habiendo arruinado las expectativas, la prosperidad y la dignidad misma del país, va a desplegarse plenamente en los próximos meses. Ya ha comenzado, de hecho.

Cuando se deje atrás el verano, superado ya el ecuador de agosto, España entrará en un nuevo ciclo electoral, primero en 2026 con las elecciones autonómicas en Castilla y León y en Andalucía y luego, en el 2027, con el resto, incluidas, si aguanta el conglomerado de intereses en el que se ha convertido el Gobierno, unas elecciones generales. Pedro Sánchez tiene dos años para desplegar todas las arterías, malabares y trucos que le quedan; porque sostenerse en el poder, en estos momentos, es clave para él: un cambio de Gobierno, previsible y deseablemente, pondrá al descubierto todas las madejas de la trama, con Zapatero de gran muñidor de fondo.

Es esa frondosidad de intereses que se ha establecido en La Moncloa lo que Sánchez quiere preservar, porque de su preservación depende su futuro, incluso judicial. Esto explica la existencia ministerial de Óscar Puente; la verborrea ininteligible e infantiloide de Óscar López o al siempre socorrido, Patxi López. Son, en expresión feliz de Pedro Herrero, los "moñecos" que salen al escenario para despistar la vista de la opinión pública.

Sin embargo, el contexto electoral en el que entramos exige algo más que la cacharrería argumental y retórica a la que nos tienen acostumbrados. Al plan habitual –división social, polarización y cesiones revestidas de avances aplaudidas desde la nutrida grada de los opinadores en nómina–, la cercanía de las urnas exige añadirle algo que le dé cierta prestancia. Lo elegido es la política internacional. La política exterior le proporciona un escenario a medida: alfombras tupidas, banderas, declaraciones sin réplica. Un espacio donde, por ejemplo, no hay cifras incómodas de inmigración irregular ni preguntas sobre cómo se piensa atajar un problema que crece.

En los últimos días, Sánchez ha empezado a mover piezas. Anunció que España no comprará cazas F-35 estadounidenses, apostando por el programa europeo FCAS. Oficialmente, una apuesta por la soberanía europea. En la práctica, un golpe de efecto que le sitúa en la conversación internacional y le permite posar como socio clave de la defensa continental.

Después, respaldó la propuesta francesa para desplegar en Gaza una misión internacional bajo la ONU y firmó un manifiesto para impulsar un gran envío de ayuda humanitaria a la Franja. Todo eso, realmente, no es nada; solo más fotos, más material para un relato de liderazgo global que se demuestra falso, pero que le proporciona la opción de desplazar lo nacional al plano internacional.

La actualidad ofrece un ejemplo claro: en Baleares, las llegadas irregulares han aumentado un 170 % por una nueva ruta desde África oriental. Un dato que por sí solo desmonta cualquier sensación de control en las fronteras. Pero el relato sanchista reconduce el asunto a la "cooperación internacional" y a la necesidad de coordinarse con otros países. Se desplaza el foco de la gestión interna a la negociación externa.

Así funciona la estrategia: cada escenario internacional es una pieza de campaña; cada problema interno se reencuadra para encajar en ese decorado. La política exterior no es una política en sí misma, es una escenografía electoral que está pensada para proyectar imagen y ganar oxígeno y esquivar una realidad que le devuelve de un manotazo sus titulares trucados.

De momento, el rostro pétreo del presidente está aguantando los manotazos. Pero ya van demasiados. Las autonómicas de 2026 serán la primera prueba. No se trata solo de ganar o perder escaños; se trata de sostener toda una arquitectura del poder, extendido a todo el ámbito público estatal, a los sectores privados y dimensiones de la sociedad que deberían permanecer intocadas por el Gobierno.

Si las citas autonómicas salen como es previsible, con una clamorosa derrota del PSOE y sus aliados, esa arquitectura empezará a resquebrajarse. Sánchez lo sabe, por eso conviene atarse los machos: la frontera entre gobernar y hacer campaña será invisible. Cada viaje, cada comparecencia, cada comunicado formará parte de un relato diseñado para llegar a las generales con la imagen de un presidente superado y vencido en España, camuflado bajo las apariencias de imprescindible en la escena global.

Buscarán la foto de pie junto a otros líderes, hablando en nombre de nuestro país, proyectando todas las virtudes de las que el presidente y su acción de gobierno carecen. Le tienen en el Partido Socialista confianza ciega al relumbrón de cumbres y agendas internacionales. Lo que parecen no entender es que con política internacional o sin ella, el liderazgo de Sánchez se asienta en el barro de la propaganda, no en la firmeza del Gobierno.