Análisis

Gordas de pueblo

La lengua se nos aparece a veces como una formidable maquinaria de agresión, pero prohibir palabras no lleva a ninguna parte

Encuentra feminista con motivo del 8M con Ione Belarra e Irene Montero
La ministra de Derechos Sociales, Ione Belarra, ayer, en el acto de Podemos por el 8-MGonzalo Pérez Mata Fotógrafos

Cuando alguien encabeza un texto con las palabras que acabo de usar para titular lo que están leyendo, queda claro que es una persona perfectamente consciente de la crueldad que a veces puede acarrear el lenguaje. La lengua se nos aparece a veces como una formidable maquinaria de agresión, pero lo cierto es que, por sí misma, es neutra. Es una herramienta de comunicación que solo designa cosas. Somos los seres humanos, con la intención y el uso que hacemos de ella, quienes la ponemos a funcionar como un mecanismo triturador. El reciente intento de censura de las obras de Roald Dahl me ha hecho recordar el uso del lenguaje que hacen nuestros políticos. Por un lado, demuestran una celeridad enorme para condenar palabras y adjetivos, para crear interdicciones hacia los que, según su criterio estrictamente personal, creen ofensivos. Acto seguido, de una manera contradictoria, no les duelen prendas en intentar satanizar a sus adversarios (usando construcciones sintácticas más complejas) connotándolos como herederos ilegítimos de criminales, asesinos, genocidas o malvados explotadores.

Después de casi cien años, en los que a las sociedades avanzadas nos ha costado lo indecible liberarnos de los más diversos tabús, ahora resulta que vamos a volver a crear palabras totémicas cuya escritura o pronunciación va a estar prohibida. Crearemos, de nuevo, espacios sagrados que no puedan hollarse –aunque sean adjetivos tan simples y directos, de significado tan recto, como «gordo» o «negro»– mientras que, a la vez, arruinamos sin complejos la reputación de un rival usando acusaciones exageradas, vaya incoherencia.

Observemos la expresión que he usado de título y examinémosla a fondo. Tiene desinencia en femenino, con lo cual ya nos señala que su protagonista trabajará el doble y cobrará la mitad de lo habitual. Describe también de una manera tradicional y directa el aspecto físico de quién designa. Se dirá, en tiempos como los actuales, que un escritor no debe detenerse en señalar esas características fisionómicas so pena de estar connotando de una manera grave al protagonista de esa frase. Pero lo cierto es que el adjetivo desnudo, mondo y lirondo, directo y crudo, nos saca de nuestra zona de confort y visualiza claramente que esa persona no tendrá en la vida aquellas mismas ventajas que garantiza para muchas criaturas un físico hermoso a la moda. Por último, con esas sencillas tres palabras, la colocamos encima alejada de los lugares donde nos rodean más cercanamente las posibilidades de oportunidades. Bien, ¿creen por ventura que independientemente del uso que haga yo del lenguaje no habrá lúcidas criaturas, por los siglos de los siglos que, a cierta edad, se mirarán en el espejo y pensarán desalentadas: «Fíjate, al fin y al cabo, me perciben como una gorda de pueblo»?

Luchar contra la crueldad de expresión no reside en cambiar palabras, sino en recordar la dignidad y nobleza que hay en las particularidades humanas. Reivindicar como desde el trémolo de cualquier ternura personal (contenida en obesidad o delgadez escuchimizada, o paraplejia, o lo que sea) puede fabricarse la obra más gigantesca y universal que uno imagine y no únicamente esbozos de tanquetas airadas para las tertulias políticas.

Prohibir palabras no lleva a ninguna parte. Señalar unas como inapropiadas y otras no, es empeño vano. Nunca existirá un código de circulación de las palabras. Usaremos todas las que están en el diccionario e incluso alguna más que nos inventemos y todavía no hallemos en él. Si intentan prohibir las palabras como si fueran sustancias ilegales, traficaremos con ellas bajo mano. Las venderemos en secreto en la trastienda, como se hacía con los libros prohibidos en las dictaduras.

Siempre será mejor estrategia convertir los insultos en banderas. Lo hicieron los simbolistas, los modernistas y tantos otros. En los 80, usamos con astucia ese venerable sistema y los que éramos considerados indecentes, degenerados, drogadictos (y las más diversas variantes pecaminosas y ofensivas) ganamos la batalla y sentamos esas bases de ansia de libertad que se manifiestan normalizadas en el mundo actual. Frente a cualquier lenguaje ofensivo, lo más efectivo y digno no es la censura, sino reivindicar el humano orgullo de aquello que se nos reprocha y hacer palidecer así a los marchitos censores de todos los tiempos.