Opinión

Más que nunca nos hacen falta luces largas

Nuestra Constitución vio la luz hace 47 años para ofrecer esperanza a un país fracturado. Hoy el encanallamiento vuelve a instalarse de arriba a abajo

Día de la Constitución en el Congreso. © Jesus G. Feria.
Día de la Constitución en el Congreso. © Jesus G. Feria.Jesus G. FeriaFotógrafos

Nuestra Constitución Española vio la luz hace 47 años para ofrecer esperanza a un país fracturado. Casi cinco décadas después vuelve a emerger en una sociedad polarizada y enfrentada desde los poderes públicos. Esta vez el encanallamiento vuelve de nuevo a instalarse de arriba a abajo.

No era sencillo, tras cuarenta años de dictadura, sentar a la misma mesa a vencedores y vencidos, a posiciones ideológicas dispares y a intereses encontrados en busca de una voluntad compartida que alumbrara libertad, derechos y, asimismo, estabilidad en una España desangrada y con heridas instaladas en miles de familias a lo largo de todo el país.

Aquella Carta Magna tiene padres y responsables que aún hoy siguen sin ser visibles. Sin voluntad, sin generosidad y sin un objetivo común de alcanzar la democracia no habría sido posible. Cuánto aprenderíamos de democracia de aquellas horas de charla y cigarrillos entre Alfonso Guerra y Abril Martorell, o de aquellas noches inacabables en las que Miquel Roca entendió que, solo si nos iba bien a todos, también le iría bien al nacionalismo, siempre dentro del acuerdo. No puedo negar, en todo caso, que el hecho en sí de no admitirse la transaccional de Herrero de Miñón, como andaluza, me hace sentir más mía la Constitución.

Hoy, desgraciadamente, esta efeméride llega en un clima de encanallamiento y enfrentamiento que difiere mucho del sentido de su nacimiento. Gracias a ella hemos disfrutado de la etapa más extensa de libertades, derechos y equidad entre españoles.

Quienes hoy la defendemos con pasión y convicción quedamos atrapados entre extremos que la cuestionan por intereses divergentes. Entre aquellos que no comparten el desarrollo de su Título VIII y quienes, en cambio, la consideran hoy inmovilista y, también, encorsetada.

Resulta paradójico que en estas semanas nos afanemos en recordar esa etapa desde la mirada actual de obras como «La última llamada» o «Anatomía de un instante» y no seamos capaces de valorar el esfuerzo que esa generación realizó por dejarnos la España de la que ellos no disfrutaron. No fue inercia histórica, fue un hecho fruto de la madurez política de una generación que supo poner al país por delante de los intereses particulares y partidarios. Lejos de esa realidad se sitúan quienes defienden una recentralización que impugna el Título VIII de la Constitución y quienes desde el otro extremo la consideran un obstáculo a sus aspiraciones de desigualdad y privilegios, que son la razón de ser de las fuerzas separatistas.

En aquel 1978, quienes incluso aspiraban a mayores cuotas de autonomía y decisión entendieron que, ante todo, la democracia era el legado que debían entregar a generaciones venideras. Nadie discute hoy que hay elementos dentro de nuestra Carta Magna que necesitan revisión. Pero nadie puede discutir hoy que este país es radicalmente distinto al de nuestros padres. Más feminista, más urbano, más próspero y con más libertades. Es evidente que debemos actualizarla en un entorno más digital, con la necesidad de mayores cotas de igualdad entre hombres y mujeres, necesidades de equilibrio territorial entre zonas con mayor o menor densidad poblacional y un país más envejecido. Lo que dudo, y mucho, es que este país y los que hoy estamos en la representación pública entendamos las prioridades necesarias para llevarlo a cabo. Primero España, después tu partido o tu ideología y, por último, tú mismo y tus propios intereses.

La Constitución nació sin trincheras con una única arma, la libertad. Servir a los españoles y ofrecerles un futuro de esperanza. Manosearla va en contra del sentido que permitió alumbrarla. Es más que un texto jurídico, es la voluntad de un pueblo que entendió que la muerte de un dictador solo era el primer paso, que necesitaba generosidad, esfuerzo por empatizar con quien piensa diferente y voluntad de mirar más al futuro que podía unirnos que a un pasado que, indudablemente, no solo nos hacía sufrir, sino que cavaba trincheras y zanjas entre nosotros.

No puedo creer que casi cincuenta años después no seamos capaces de reconocer el legado, reconocer a quienes lo hicieron posible y, sobre todo, estar a la altura de un país que necesita más que nunca luces largas y menos retrovisores. Odiar es fácil; encontrase en el camino con quien piensa diferente, no tanto; y perdonar a quienes piensan que te han hecho daño, aún más. Pero ellos, no olvidemos, fueron capaces de hacerlo. Gracias a eso hoy estamos aquí y, quizás, lo sencillo es no reconocerlo.