Aniversario del 11-M

Vías que se hicieron cicatrices

Viajamos a Santa Eugenia, El Pozo y Atocha donde, pasadas las siete de la mañana de hace 15 años, explotaron las bombas. «El dolor no se va, pasan los días, los años y ahí sigue. Aún sentimos miedo al coger el tren. Nos destrozaron», lamenta Esther

La Razón
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Viajamos a Santa Eugenia, El Pozo y Atocha donde, pasadas las siete de la mañana de hace 15 años, explotaron las bombas. «El dolor no se va, pasan los días, los años y ahí sigue. Aún sentimos miedo al coger el tren. Nos destrozaron», lamenta Esther.

El tiempo no cura las heridas. Quien ha recibido un buen zarpazo de la vida lo sabe. Puede que las manecillas del reloj las tapicen, las tatúen para disimularlas de cara a los otros, pero cada cierto tiempo vuelven a sangrar. Se abren, supuran y la rabia y el dolor emergen con la fuerza de un géiser. Quince años después del atentado más sangriento de la historia de España, todos tenemos grabada a fuego aquella mañana del 11 de marzo de 2004, cuando una cadena de bombas nos dejaron sordos de cuerpo y alma. 193 muertos en nuestra memoria y más de 2.000 heridos. En la víspera de este trágico aniversario nos subimos a uno de aquellos trenes donde Al Qaeda sembró el terror para recorrer los puntos donde las mochilas explotaron: Santa Eugenia, El Pozo y Atocha. Tres escenarios en los que todavía se palpan los imborrables recuerdos, las imágenes de cuerpos amputados y llantos desconsolados.

A primera hora de la mañana, Esther Sánchez espera en el andén del humilde barrio del Pozo del Tío Raimundo. Lleva unas flores en sus manos y las lágrimas acumulándose en sus ojos mientras habla de lo que vivió hace quince años. «Fue horrible, aún hoy me corre el miedo por el cuerpo cuando cojo el tren para ir a Atocha. Fue un antes y un después. Quién podía esperar que ocurriera algo así. Nos cambió para siempre», explica. Su tía, que hoy tiene 54 años, fue una de las que resultaron heridas. Nos cuenta que aquella mañana, como siempre, se subió al tren para acudir a su puesto de trabajo. La explosión tuvo lugar en su vagón. «Perdió las dos piernas y más tarde la cabeza, se quedó traumatizada. Nunca más pudo volver a trabajar. Ahora va en silla de ruedas y ahí esta, viendo cómo pasan los días. Eso no es vida. Fíjate, tenía 40 años cuando ocurrió. Es una tragedia. Nosotros, su familia, no estamos mejor. Toda la gente de aquí somos obreros, trabajadores... nos destrozaron. Esto no se puede olvidar», relata.

Llega el tren y nos subimos con Virginia, una historiadora de 24 años. Ella era muy pequeña, pero «cosas así no se olvidan». Tenía 9 años cuando un chico de clase dijo que había explotado algo en la estación. «Yo sabía que mi padre cogía el tren a esa hora para ir a trabajar. Me puse muy nerviosa, nos fuimos a la secretaría del colegio para intentar localizarle, pero el teléfono no daba señal. Al final conseguimos encontrarle y afortunadamente estaba bien», suspira. Su primo, que trabaja en el Samur, estuvo a pie de las vías del tren ayudando.

Secuelas imborrables

«El dolor nos unió a todos los que vivimos en Santa Eugenia y juntos hemos tratado de perder el miedo. Ana tenía 19 años y el día anterior había dicho a sus padres que dejaba el ciclo formativo que estaba estudiando en los Salesianos de Atocha. Cada mañana, hasta aquel día, cogía el tren sobre las 7:30 de la mañana para desplazarse hasta el centro. Pero aquella decisión la salvó. «La gente estaba en shock. Sentí pánico. Estábamos atemorizados pensando que podía volver a pasar en cualquier momento. Los días posteriores cualquier mochila suelta en el vagón suponía una alerta», asegura.

Llegamos a la Estación de El Pozo, a cinco minutos de la primera parada. Allí, Laura nos atiende para rememorar aquel día y las secuelas que aún sufre. «Yo iba en la ruta del colegio que pasaba al lado de la estación. Nos desviaron y cerraron las cortinas del autobús para que no pudiéramos ver... Recuerdo miedo, mucho miedo. De hecho durante tiempo, años te diría, me costó volver a coger el tren. Si no me falla la memoria hasta ocho años estuvimos en mi familia sin pisar la estación. No podíamos y eso que afortunadamente ninguna persona de mi entorno murió», reflexiona al tiempo que relata como si fuera ayer cómo retumbó la explosión mientras estaba desayunando en casa. «Era cómo esas imágenes de terremotos que salen por la televisión, se movió todo, nadie sabía lo que había pasado hasta que salimos a la calle», añade.

Según nos recuerda Marta, aquel día 11-M había huelga en la universidad, «por lo que muchos jóvenes se libraron, la mayoría de la gente eran currantes». Diego, de 20 años, de camino ya a Atocha, nos dice que «la madre de un compañero del cole murió en el atentado», mientras que su amiga Esther lo único que recuerda (tenía entonces cinco años) es a su madre llorando. «No paraba, me explicó lo que había pasado pero no paraba de llorar». La madre de Ana también fue a ayudar en cuanto se enteró de lo que había pasado, «pero al llegar y ver todo aquello... no pudo, tuvo que volverse a casa», dice esta joven periodista. Reconoce que desde aquel día se instaló el miedo y la desconfianza. «Mis amigas estuvieron mucho tiempo sin coger metro ni tren», reconoce. Esa mañana, Ana, por suerte, llegó tarde al tren que explotó. «Recuerdo que iba corriendo y un señor dijo que no pasáramos que era un atentado», asegura.

En la estación de Atocha, en el arranque de la vía 2 donde estalló otra bomba, los pasajeros procedentes de El Pozo y Santa Eugenia bajan del vagón y se mezclan con centenares de viajeros ajenos a su dolor y sus recuerdos. La tristeza se diluye. Se esconde. Un ramo de flores custodia la entrada del monumento en homenaje a las víctimas el cual se encuentra vacío. A 800 metros de allí, en la calle Téllez, el cuarto de los puntos de la masacre, varios ramos recuerdan a quienes fallecieron. César, un vecino de los edificios colindantes, asegura que aún recuerda el «boom» de aquella mañana. «Estaba durmiendo y pensé que era un derrumbe. Me volví a la cama, pero a los 10 minutos me llamó mi madre preguntándome dónde estaba, que habían atentado en el tren. Me asomé a la ventana y vi todo lo que había pasado. No se me olvida el olor a quemado», afirma. En una de las vallas de seguridad sus familiares recuerdan a Loli: «Imposible creer que han pasado 15 años de ese negro día, de esas horribles vías que te llevaron. Una parte nuestra se fue contigo».