Toros

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Las grandes cornadas del amor

En la tauromaquia, "las santas" se sacrifican y sufren dentro y fuera de la plaza, y no solo por el astado

De izq. a dcha, Cayetano Rivera y Eva González; Espartaco y Patricia Rato; Miguel Báez y Carolina Herrera; Rafa Camino y Natalia Álvarez; «El Tato» y Pilar Tormes; Rivera y Lourdes Montes
De izq. a dcha, Cayetano Rivera y Eva González; Espartaco y Patricia Rato; Miguel Báez y Carolina Herrera; Rafa Camino y Natalia Álvarez; «El Tato» y Pilar Tormes; Rivera y Lourdes MontesGtresJesús G. Feria/ Cipriano Pastrano

Hay pocas profesiones tan expuestas al escaparate mediático como los toros. Este mayo, San Isidro fue fallido por la pandemia del Covid-19 que nos ha dejado confinados a todos sin poder disfrutar de la Feria madrileña y su cartel siempre de excepción. Aunque Carmina –Carmen, para los íntimos– destaque en esa grey de la que se «casondeaba» de esos locos famosos en estado tan expuestos. Y no hablamos de Paquirri solamente.

En la historia de la tauromaquia está el sacrificio de «las santas», qué mejor nombre, incluso «las dolorosas» por el sufrimiento que padecieron en casa no solo ante el pavor al bicho, sino también, o sobre todo, por las más que fundadas habladurías en torno a matadores que, adecuadamente, más por vocación que por obligación, hacían honor a la raza y el poderío, «metiéndola hasta el puño». Cumplían lo estipulado, hacían lo que esperaban de su hombría, y la propia, aunque en la mayoría de los casos lo imaginara o presuponiera, procuraba no creer los rumores. Pero pervive la leyenda del torero, macho dentro y fuera del albero, aunque los actuales ases se cuidan mucho de exhibirse como sus viejos y difundidos colegas.

Era el caso de Raúl Gracia «El Tato», Miguel Báez «Litri» o Juan Antonio Ruiz «Espartaco». Quizá el último fue lo de Ortega Cano con la inolvidable Rocío Jurado, una pareja de cromo y postales, cosa que los benefició mutuamente y acalló muchos rumores malintencionados. La chipionera estaba harta de ir a los toros acompañada por su hermano Amador, al que siempre llamó «Amadó», y le fastidiaba la curiosidad maligna y bastante perversa que producía no verla asida y entregada a un famoso.

Daba y permitía pensar lo mismo en La Maestranza sevillana cuando en Castellón empezaba el curso para San Mateo con la siguiente culminación en las Fallas valencianas comparable en programación con la sensacional Feria de Abril o el Sanfermín pamplonica. El Norte nunca fue muy dado a tales festejos solo La Coruña en su antigua y céntrica plaza del Camino Nuevo y los sanfermines navarros. Los matadores acompañaban, las localidades valían varios billetes verdes, yo lo disfruté. Era el pistoletazo de salida y las barreras y callejones aparecían repletos de famoseo, luego plasmado en las páginas de «¡Hola!» , «Lecturas» y «El Hogar y la Moda», balbuceos gloriosos del colorín hoy imperante aunque rebajado por la falta de figurones como los precedentes. Ya no hay una bellísima y liberada Carmen Ordóñez, la condesa de Quintanilla y menos aún –¡ay!– la aficionadísima Cayetana de Alba. Mi añorada duquesa perdía el sentío y algo más por una chaquetilla bien puesta.

Los gemelos o anteojos servían para acercarse, repasar y desmenuzar las caras de las primeras filas. Eran un alarde social: se enjoyaban y vestían lujosamente, imprescindible el collar de perlas, y abundaban los vestidos de lunares, y los hombres llevaban traje, corbata y cuello cerrado en vez de como ahora ocurre generalmente, usando la camisa arremangada hasta el codo. La esposas de los toreros, por costumbre o superstición, nunca iban a la plaza y solían aguardar en casa o en la habitación de algún hotel para para distraerse y no pensar sobre lo que sucedía en el coso. Entonces no había las distracciones actuales de las redes sociales ni tampoco la tarde televisiva estaba animaba, y hasta politizada, como hoy por el incomparable Jorge Javier Vázquez. Aunque dicen que no le iría mal ser menos prepotente, es lo que he oído y me desconcierta.

En bandeja

Echo de menos aquel tiempo como tantas otras cosas, la nostalgia no es un error, sostenía José Luis de Villalonga, cotilla pero marqués de Castelvell. Nos servían el tema en bandeja. Los runrunes y chismorreos abastecían el mercado y luego les sacaban jugo y escarnio en las tertulias domésticas cuando aún se hacían. Otra pérdida irreparable, y van dos, ay. Esta semana nos sorprendió la separación de una pareja modélica en modo y forma. La ruptura de Enrique Ponce y la bellísima Paloma Cuevas, aparentemente en crisis desde hace años, pero con tercera en discordia que ha sido la gota que ha colmado el vaso como en tantos otros «divorcios taurinos». Y es que la infidelidad es difícil de aguantar, y aún menos de perdonar.

Hace unos meses fue el guapérrimo Cayetano Rivera el que tuvo que lidiar con una presunta infidelidad nunca demostrada pero que hizo tambalear su matrimonio con Eva González, una mujer con genio, sobre todo, y figura. Lo mismo ocurrió con Rafa Camino y El Litri, que llenaban las plazas de mujeres más aficionadas al torero que al toro y que, a la postre, acabaron también rompiendo sus matrimonios. Y qué decir del torero de la cabeza grande, cuyo matrimonio con Eugenia Martínez de Irujo estuvo salpicado también por rumores de infidelidad. Tantas rupturas en una profesión como ésta, parece confirmar que la leyenda del torero y sus amores fuera de los ruedos es más que una quimera.